UN VOLADO

Tengo mucho tiempo navegando con bandera de indecisa. Me considero sumamente racional y a mi fuerte tendencia a la razonadera achaco la mayoría de mis problemas. A mí las señales divinas me pasan desapercibidas y los poderes premonitorios me encuentran siempre distraída en mis propios pensamientos. Soy roedora de ideas, desmenuzadora de razonamientos y machacadora de los cientos de posibilidades cuando el camino se bifurca. Quizá por eso creo con las manos, porque es la única válvula de escape que encuentro para liberar algo de materia gris y escuchar al espíritu. 

Que no se piense tampoco que soy de las que hacen listas y tablas de excel para organizar y planear proyectos, que para eso sí entra mi cerebro creativo y le suelto a las cosas el poder de que ellas solitas se vayan acomodando. Mi detalle, nada más para no llamarlo problema, se ubica mucho antes de la ejecución de cualquier plan y consiste en decidir cuál de todas las opciones tomar. Tengo veinte años de mi vida leyendo libros y tomando cursos de desarrollo humano, meditando y dejando de meditar y retomando la meditación, buscando el contacto con la naturaleza, yendo a terapia y sosteniendo charlas poderosas con seres que le dan luz a mi vida para sacudirme tantito la necedad de controlar mi destino. 

Me ha ido bien en la búsqueda, pero en el tema de tomar decisiones sigo en pañales. Un día que no voy a olvidar nunca, hace aproximadamente un par de meses, David me regaló una moneda de cinco pesos que su mamá guardó el año en que él nació (1976) y le entregó más tarde como recuerdo. “Cuando no sepas qué hacer, echa un volado. Es más, yo te voy a regalar la moneda”, me dijo muy serio con ese tono pausado de quien le habla a un pequeño de tres años cuando éste parece no haber entendido nada de otra forma. Entonces sacó de un cajón su preciado tesoro y me lo entregó. Yo le aventé una risilla nerviosa y él me dijo que podía reírme todo lo que quisiera, pero que era mil veces mejor tomar una decisión al aire (con una moneda o con cualquier otro método) que mi arrogancia de creer que si lo pienso un poco más, llegaré a la opción más acertada. Porque, en honor a la verdad, la mayoría de las veces me quedo sólo en el pensamiento y la decisión no la tomo jamás. O, peor aún, tomo alguna pero sigo rumiando el hubiera de aquella que descarté. 

La moneda que David me regaló es sólo la mitad del amuleto que ahora cargo para todas partes. La otra mitad es una frase que me soltó hace poco en el carro, camino a casa, que guardo en mi memoria de la arrogante que cree que jamás olvidará nada importante, pero que seguramente me la tendré que tatuar un día en algún lugar visible: “La forma más cómoda de autosabotaje es la indecisión”. ¡Pum! Imaginé a mi indecisión vestida de largo y muy entaconada, con la actitud altiva de la súper racional y el perfume de la que pondera pros y contras y no se deja llevar por borreguismos. Muy oronda, caminando de aquí para allá tan soberbia y elegante… petrificada de miedo por dentro. Claro, mientras los demás la vean analizando aquí y allá nadie se atreverá a pedirle que actúe.

La forma más cómoda de autosabotaje es la indecisión.

Y como a cualquier mortal, a la vida le gusta plantarme frente a situaciones en las que debo ejercitar aquello que aún no domino, que en mi caso es… exacto: decidir. Muy seguido me encuentro a mí misma sumergida en las cavilaciones de la duda y, es más, si tienes algún tiempo leyéndome, sabrás que no es la primera vez que escribo sobre este tema. En cada experiencia en la que debo practicar mi capacidad de selección y de soltar el apego a los resultados aprendo algo nuevo, pero hay algunas, como esta frase de David, en las que el salto es cuántico. Hay situaciones como ésta que les cuento en las que hay una luz, a la que mi papá suele llamar “rayo desapendejador”, que consigue penetrar en las calcificadas capas de nuestra resistencia y nos hace ver por fin un pedacito más de todo el cuadro.  

Presentar dificultad en tomar una decisión es síntoma de miedo, por supuesto. Miedo a equivocarnos y a que no nos guste lo que hay detrás de esa puerta que la vida nos invita a abrir y miedo también a que, abriendo una puerta, nos perdamos de lo que hay en la otra. Ajá, al más puro estilo de la famosa catafixia de Chabelo (no me canso de evidenciar mi edad, ¿verdad?). Pero también es síntoma de desidia y de procrastinación. Mientras no estemos seguros de cuál es la mejor opción, no tenemos ninguna obligación de actuar y podemos estar “tranquilos” de que no estamos postergando, sino simplemente analizando nuestras alternativas. La situación es que mientras no actuemos no llegamos a donde soñamos y podemos pasarnos la vida entera pensando y ejercitando la mente… mientras nuestro cuerpo sigue esperando instrucciones para ponerse manos a la obra y aliviar las necesidades de nuestro ser divino. 

Por eso ahora voy por la vida echando volados. Empecé con las encrucijadas más sencillas y poco a poco voy tomando confianza para incluir en mi complejísimo sistema de opción las de mayor trascendencia. Cada que puedo invito a las musas a aconsejarme y les prometo que ahora sí haré caso a mi intuición. Cierro los ojos más seguido para no pensarla tanto y me convenzo cada vez más que un poco (o un mucho) de espontaneidad no va a hacerme daño. Soy necia de nacimiento y mi mente es un hueso duro de roer para mi valiente espíritu que no se cansa de intentarlo. Quizá no tenga dones de clarividencia, pero he tomado la decisión (yay!) de aventar mi moneda al aire y ser feliz con el camino que se me invita a tomar. Eso me ayudará a no voltear atrás y continuar andando, que a mis cuarenta he venido a darme cuenta que lo importante no es el sendero sino el acto mismo de avanzar.  

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