LA CASA DE ANA

El tiempo transcurre lento en casa de Ana. Así como corría antes, cuando no existían las obligaciones inventadas, sino sólo la de ir a la escuela si eras chamaco o trabajar en casa o en el campo si eras adulto. Así me imagino el tiempo de nuestros abuelos, el que era suficiente y no se te escurría entre los dedos porque un reloj de péndulo alcanzaba perfectamente para contenerlo. El tiempo de ahora no le alcanza a nadie para nada, está demasiado sobado y devaluado que la gente corre a toda prisa para ver si consigue granjearse un par de horas más antes de que termine la cuenta del mes. Pero, ¿es el tiempo el que juega a diluirse o somos nosotros los que insistimos en estirarlo con la zozobra de no parar nunca de hacer más y ser más y conseguir más y palomear más?     

Por eso me gusta venir a la casa de Ana enclavada en el campo, ubicada estratégicamente muy cerca de viñedos, huertos ganaderos y sembradíos de palmeras típicas de la región y muy lejos de la sombra del tiempo. Aquí todo tiene su propio ritmo, el impuesto no por el hombre sino por la Tierra. Aquí el sol sale y se esconde con la calma de los viejos en sus mecedoras, los altivos encinos sueltan lo que no les sirve en otoño, las abejas bailan entre las flores como si todos los días fueran domingo y las bugambilias se dejan llevar sin ninguna resistencia por los fuertes vientos de la Semana Santa. 

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Hemos venido David y yo a tomar las fotos de los nuevos delantales de otoño porque Ana, apasionada como es de preparar sus comidas como las señoras de antes, como su mamá que no apagaba jamás el fogón y recibía a cuanto invitado quisiera saborear sus caldos, tiene una cocina con enormes ventanales en la que entra la luz misma de Dios y se la he pedido prestada para la sesión. Llegamos a su casa con algo de pan dulce y ella pone a hervir el agua para ofrecernos café a David y un té de mandarina a mí. Y entonces nos sentamos a platicar. Nosotros con los labios pero Ana además con las manos, con los ojos y, se los juro, con el alma. Las palabras que Ana pronuncia son de una solidez tal que puedes acariciarlas. No deja que salgan de su boca sin antes haberlas escogido con minucia y saboreado con la fruición con la que se cata un buen vino. Ana platica con la misma cadencia con la que los grillos cantan en las noches estrelladas de este lugar donde no se conoce el apuro. 

Nos cuenta que su papá le enseñó a tener siempre presentes los detalles para la gente que uno ama, como esa vez en que de chica le preguntó: “Niña, ¿y el regalo del Diez de Mayo para su mamá?”. “Es que no tengo dinero papá”. “¿No recibe usted un domingo?”. “Pues sí”. “¿Y no le alcanza eso para un chocolate? Es el detalle niña, todo está en los detalles”. O que su mamá les hacía a ella y a su decena de hermanos un buen abrigo con su gorro y su bufanda para cada invierno. Que los fines de semana ella y su marido cocinan para tener todo listo para toda la semana y para llevarles a sus hijas que estudian fuera. O que a veces sí extraña su trabajo como dentista cuando vivía en la ciudad pero que vivir en el campo, aunque al principio no le gustara la idea, ha sido lo mejor para su familia y para ella misma como persona. Y nos dice que esa es su filosofía: que siempre, todo, siempre, al final termina bien. Que no hay más que decirle a Dios que ella va detrás de Él por el camino que tenga que ir para perder el miedo y recuperar la fe. 

Escuchándola recuerdo lo que más agradezco de habernos mudado de una gran ciudad a un pueblo chico y ahora, al campo. Eso que a menudo olvido por la falsa creencia de que entre más haga más valor tendré, pero que experiencias como tomarme un té de mandarina y charlar durante un par de horas como para que no nos quedaran más que unos cuantos minutos para las fotografías, me lo regresan a la memoria: la conexión con el presente y con la Tierra y, por ende, conmigo misma. Que una amiga me traiga un huevo con la emoción de que es de los primeros que sus gallinas han empezado a poner, o un amigo me comparta los frutos de una higuera o un durazno que él mismo plantó en el patio de su casa. Que los desayunos por los cumpleaños de las amigas se extiendan hasta la hora de recoger a los chiquillos del colegio. Que mis hijos tomen clase bajo un encino mientras construyen su salón con pacas de paja y barro. Que la vida me haya dado el gozo de conocer a gente apasionada con lo que es y con lo que hace y no tanto con lo que logra. Todo ello me sacude la impaciencia y me retorna al ahora.  

Quiero saborearme la vida más despacio y con la eterna gratitud de quien se sabe afortunada. Quiero convertirme en sol para descansar sin resistencia después de la jornada y no pretender emanar luz aún en la quietud de la noche. Imitar al ave que confía a ciegas en que siempre contará con lo que necesita y al mar que se rinde a los influjos de la luna. “Llévatela take it easy”, me recuerda mi papá cada vez que nos despedimos. Quiero atrapar sus palabras, guardármelas en el bolsillo y ponerlas en práctica más seguido. Llevármela más calmada, volverme consciente de la falsa vorágine en la que nos hemos encarcelado nosotros mismos por el afán de hacer más y olvidar lo que somos. Quiero que el tiempo se deslice lento en mi casa también.