PEQUEÑOS ESPEJOS

En el viaje al que me invitó la vida cuando me convertí en mamá me he sentado en el banco de los aprendices para profundizar en una que otra cosa que la verdad no estoy segura de haber podido aprender de otra manera. Los hijos te muestran de frente las cuestiones inconclusas de tu alma, esas que dejaste en pausa por temor a enfrentarlas o a sufrir demasiado mientras te ocupabas de ellas. Es cierto que las personas y las experiencias son igualmente maestros que están por todas partes y para todo el mundo, pero después de casi 10 años de maternidad me atrevo a decir que, al menos en mi experiencia, con nadie había visto tan claramente los nudos en la madeja de estambre que a veces siento que son mis emociones ni sentido jamás la urgencia de desenmarañarla. 

Mis hijos han sido los espejos que han venido a reírse con ternura de las máscaras que me fabriqué inconscientemente en el pasado para no mostrarme como soy, ni al mundo ni a mí misma. En la frustración que sentía con los berrinches o llantos inexplicables de Emma encontré a mi niña asustada y hambrienta de abrazos y palabras de aliento. En la preocupación por el atraso del desarrollo motor de Matías encontré mis creencias paralizantes que me impedían avanzar hacia mis metas. Ser madre me invita a ver con atención y a fluir con lo que me encuentro.  

Ahora que Matías empieza a mostrar su personalidad (y entró de lleno en los “terribles dos”) y me descubro con más serenidad que cuando Emma tenía su edad entiendo lo que todo mundo me decía cuando era mamá primeriza: “el segundo siempre es más fácil”. Quizá tenga mucho que ver con el tema de la experiencia, de que ya sabes de lo que se trata la crianza y que no es necesario ir a revisar cada cinco minutos que el niño respira mientras duerme o arrancar con el pediatra cuando se cae del sillón y le sale un morete en la frente. Pero también creo que como madres nos conducimos más libremente con el segundo o tercero porque ya hemos aprendido mucho de nosotras mismas y recompuesto cada una de nuestras piezas perdidas en el viaje. 

Si nos hemos dado la oportunidad de ser compasivas y no autocensurarnos por todo aquello que con el primer hijo descubrimos enquistado en nuestra sombra, tendremos los recursos para darle la bienvenida a todo eso que el segundo viene a enseñarnos. Resistirnos a aprender es lo que nos hace la vida pesada como madres primerizas. Negarnos a ver la joya que tenemos en nuestras manos con la impaciencia, el temor y la intolerancia ante tal o cual comportamiento o suceso con nuestros hijos para mostrarnos algo pendiente en nuestro crecimiento como seres humanos es justo lo que nos entorpece el camino. Entenderlo y aprovechar cada oportunidad para aprender y aceptar las cosas tal y como son nos aligera la carga. 

Si pudiera resumir las lecciones que he aprendido con mis hijos en una sola palabra, escogería ésta: SOLTAR. Ellos vinieron a enseñarme que el control que tanto me empeñaba en poseer no es más que una quimera y que si queremos hijos libres, hemos de liberarnos primero. Todos los días me invitan a soltar mis creencias de lo que es una buena madre, mi afán de perfeccionismo, mis más profundos temores y mis expectativas en torno a su comportamiento. Es cierto que a veces (muchas) desoigo su invitación, pero he aprendido a tenerme compasión también por ello y a decirme todas las noches que al día siguiente pondré todo mi empeño en hacerlo mejor. Que la culpa es otro de los lastres que quiero aprender a soltar aprovechando al par de maestros que me tocó en la travesía. 

FOTOS // David Josué