MUROS QUE GUARDAN MEMORIAS

Una es nostálgica y le hacen cosquillas… Hace unos días fui a mi natal Mexicali y visité después de unos 15 años esta iglesia, Nuestra Señora del Rosario, en donde transcurrió gran parte de mi niñez y mi juventud. Hoy en día no soy una persona religiosa (aunque sí muy espiritual), pero en los primeros años de mi vida sí lo era y al volver, los muros de este recinto casi casi me hablaban al oído de todo aquello que viví entre el olor de las flores, el incienso y las nieves de garrafa al salir de misa. 

Recuerdo que a mi mamá le gustaba llegar muy temprano a misa de 10 todos los domingos y sentarse en la banca de enfrente. Yo me moría de la vergüenza porque a mi hermana y a mí nos vestía como muñecas, con vestidos hampones, zapatos de charol y moños enormes en el cabello. Mi hermano mayor tocaba la guitarra en el coro y a mi mamá se le notaba el orgullo en el pecho de tener a su familia reunida en esta parroquia de frailes dominicos que daban el sermón en un español mal machacado pero con una pasión que yo no veía en otros sacerdotes. 

En la adolescencia entré yo también al coro y me ofrecí para dar catecismo a niños y quinceañeras. Formé parte de retiros juveniles, apoyé en la venta de comida en las kermeses, leí muchas lecturas en celebraciones especiales y recorrí muchas calles en los viacrucis de Semana Santa. Junto con mi barrio y mi escuela, este templo conformó la triada que cimentó mis primeros años de vida, esos que en la historia de una persona se convierten en una suerte de sólida roca sobre la que se sostiene todo lo que vendrá después. Eso que nunca cambia, lo que nos conforma y nos cincela el alma y entre lo que muchas veces, ya de adultos, habremos de escarbar para descubrir qué es lo que nos pesa y nos impide poder volar más alto. 

En esta iglesia me hinqué muchas veces para pedirle a Dios que le diera la salud a mi mamá enferma de cáncer y la acompañé a ella a muchas misas de sanación y a oraciones con el Santísimo expuesto. Y también fue aquí donde creí que me habría de despedir de ella después de su muerte y las horas infinitas en un velatorio en el que siempre me sentí ajena a pesar de los ríos de abrazos y las palabras de aliento. Aquí fue donde celebré mis quince años un par de meses después de su muerte, acompañada de un padre amoroso y fuerte pero con mi corazón incompleto. Y aquí fue donde también, luego de que ella se fue, tomé la decisión de buscar a Dios en otra parte.  

Ahora que regresé, después de varios años y con mi hijo Matías de dos años correteando entre las bancas y más tarde por el patio, se me agolparon los recuerdos y, a pesar de tantas remodelaciones y mejoras en el templo, volvía a ratos a ese pasado al que me invitaban las voces y los rostros que tejieron mi vida en esta esquina de Río Elota y Galeana. Me vi adolescente con el primer amor de una mano y las brochas y acrílicos para pintar una manta gigante con el rostro de Cristo para la Pascua en otra. Me vi aprendiendo a tocar la guitarra y entonando los cantos para la comunión. Me vi pequeña y grande al mismo tiempo, me vi muy distinta a como había estado acostumbrada a recordarme en mi niñez. Aquí viví momentos de dicha y también de los más dolorosos de mi vida, esos que a veces es difícil soltar. Pero ese día en que volví, pude reconocer a la niña feliz en mí y eso me hizo sonreír. 

Los muros que nos ven crecer guardan nuestras memorias y en los espacios donde transcurren nuestros días quedan sembradas las palabras que nos dijimos y los sueños que alguna vez nos atrevimos a imaginar. O acaso sea sólo que todo ello se queda en el alma y esos aromas, objetos o escenarios no son más que mensajeros que nos convierten en cómplices del tiempo para volver a vivir con las heridas ya cicatrizadas.