¿SERÁ LO MEJOR?

¿Cuántas veces te has encontrado en la incertidumbre de optar por un camino entre dos muy diferentes? Yo, un millón trescientas cincuenta y dos mil veces. ¿La dieta de la luna o la del sol? ¿El colegio católico o el laico para los hijos? ¿El vestido rojo o el negro para la boda? ¿Seguir en mi empleo de diez años o abrir un negocio propio? Desde los asuntos más superficiales hasta los más existenciales traen consigo dos o a veces más opciones entre las que es necesario escoger. Mientras la humanidad no conquiste la capacidad para protagonizar varias vidas paralelas, estaremos condenados a la elección y, por ende, a dejar una (o varias) opciones atrás.  

Y no exagero cuando digo “condenados” porque hay veces en que así percibimos esta maravillosa libertad que se nos ha dado de editar nuestra vida e ir escogiendo lo que nos va pareciendo más adecuado según nuestros intereses, nuestro estilo de vida y escala de valores. Se nos queda en la piel el duelo por haber dejado esfumarse uno de los caminos y nos es difícil soltarlo porque lo venimos cargando aún cuando ya hemos tomado una decisión distinta. Cuando escogimos el Centro de Rehabilitación Integral del DIF para atender el retraso en el desarrollo motor de Matías, en más de una ocasión me pregunté en plena terapia física si no sería mejor opción llevarlo al Teletón de Tijuana. Cuando nos mudamos a Tecate pasaron meses en los que me cuestioné si había sido una buena decisión y si no sería mejor habernos quedado en Monterrey. Todavía, de vez en cuando, me asalta la duda de si el método Montessori será el ideal para la educación de mis hijos.  

Será cuestión de personalidad, pero a mí sí me cuestan trabajo las cuestiones discriminatorias en las que es necesario dejar algo de lado para poder seguir avanzando. Yo sí soy de las que se preguntan muy seguido: ¿Será esto lo mejor? En más de una ocasión me ha dicho David, mi pareja y espejito mágico, que soy candidata a un derrame cerebral si no me relajo con el tema de las opciones múltiples, y mientras me río de nervios, me va cayendo el gran veinte que me deja riéndome al final ante lo absurdo de mis dilemas.  

Querer con desesperación estar seguros siempre de qué es lo mejor en toda decisión esconde un afán de perfeccionismo y es un tipo de autosabotaje porque, a final de cuentas, no hay algo mejor que otra cosa. En la búsqueda de “lo mejor” nos quedamos paralizados y terminamos por no hacer nada y eso es quizá lo único indeseable. Una dosis considerable de “pros” y “contras” y vámonos recio siempre será saludable, pero permanecer por mucho tiempo en el limbo de la indecisión nos lleva a la inhibición. Optar es actuar. Llevar a cabo con la confianza de que nuestros actos nos llevarán por el camino necesario para nuestro desarrollo personal, aunque a corto plazo pueda parecer que no es el “mejor”. 

Todas las decisiones que hemos tomado en el pasado, estemos satisfechos con ellas o no, nos han traído hasta aquí y nos han convertido en quienes somos hoy. Todo es siempre aprendizaje y crecimiento. Todo. Cuando digo que no hay algo mejor que otra cosa es porque cada decisión trae consigo las ventajas que disfrutaremos y las desventajas con las que habremos de trabajar tarde o temprano. Y porque, además, si es lo mejor o no, jamás lo sabremos porque no podemos vivir dos opciones al mismo tiempo y lo que en apariencia sea “mejor” en un momento de nuestra vida, quizá no lo sea en otro momento. Todos los días somos diferentes y todo cambia en nuestro mundo cada segundo. Ya lo dijeron los budistas: lo único seguro es la impermanencia. ¿Quién puede, entonces, asegurar que algo es bueno para mí en todo momento?  

Lo único que nos queda es confiar en nuestro instinto y en lo que nos dicta el corazón y la conciencia a la hora de tomar una decisión. Y una vez tomada, soltar la que no escogimos para ser capaces de disfrutar plenamente lo que la vida nos tiene deparado en el viaje. Si vamos por la vida pensando en lo que pudo haber sido o en lo que podría ser, nunca aprenderemos a ser felices con lo que ya ES.