HIJA PRÓDIGA

¿Qué es lo que queda cuando alguien se va? ¿Qué es lo que sentimos realmente cuando creemos que nos sigue acompañando? ¿Por qué tenemos la certeza de que alguien querido que ha muerto continúa de alguna forma a nuestro lado? ¿Qué es exactamente esa fuerza que experimentamos? ¿De qué está hecha? ¿De materia o de energía? ¿O es que simplemente es una idea que nos instalamos en la mente para sentirnos mejor? 

Mi mamá cumplió este año 26 años de haberse ido y yo tengo apenas una década que empecé a sentirla a mi lado, quizá alrededor de cuando me convertí yo misma en madre. No quiero decir que antes de que naciera Emma no lo estuviera, pero sí que es verdad que yo no pensaba mucho en ella porque era sumamente doloroso para mí. Mi mecanismo de defensa fue la racionalización: Ok, tu madre ya no está porque así es como sucedieron las cosas y no puedes sufrir toda tu vida por ello. Arriba, adelante, a chingarle, a honrar su memoria, a ser la mejor persona que puedes ser y a levantarse después de la caída. Podía permitirme el sufrimiento de vez en cuando, incluso hasta el punto de la depresión, pero no por su ausencia, sino por otros motivos que me venían bien como pretextos. 

Fue hasta que le lloré todo lo que me había prohibido yo misma que empecé a sanar. Hasta que me deshice en reclamos y le escupí el coraje al destino, hasta que me vacié de lágrimas y me rendí desnuda a la orfandad, hasta que culpé a Dios por no haberme escuchado y a mi madre por haberme abandonado, hasta que me dejé derrotar por el duelo y destruirme los castillos en el aire del orgullo y la protección… fue que quedé a merced de lo inevitable: el amor. Porque no hay forma de lavarte las heridas sin antes permitirte sentir hasta el tuétano el dolor que te provocan. Fue hasta que le abrí la puerta al desconsuelo que empecé a sentir la mano amorosa de mi madre en mi alma. 

Nuestros primeros acercamientos, yo cuerpo y ella olor a hierba, fueron cuando en el postparto me sumergí en el torbellino de dudas e inseguridades al verme convertida en niña con una bebé en brazos. Ella, estrella en la noche de luna nueva, me fue guiando y sosteniendo con momentos de lucidez y confianza. Me condujo al mar de las certidumbres en el que dejé de temerle a la deriva. Me abrazó en cada abrazo a mi hija, me besó en cada beso y me nutrió en cada minuto al pecho. Mi madre, rocío y brisa fresca, no es que hubiera llegado, porque en realidad siempre había permanecido.  

Durante muchos años tuve un recuerdo que me atormentaba y por el que me sentía culpable. Un día, a mis trece o catorce años, llegué por la noche a casa con mi papá después de una cita médica. Mi mamá nos esperaba afuera en la banqueta, recargada en un carro, desde donde nos preguntó cómo nos había ido. Yo me pasé de largo y no le contesté nada y minutos más tarde la vi llorando a través de la ventana de la cocina mientras mi padre la abrazaba. Honestamente no recuerdo si salí o no a pedirle disculpas, pero por mucho tiempo me imaginé que yo le había causado un gran dolor. A mi madre le quedaba entonces poco tiempo de vida y hoy, a la distancia, entiendo mi rebeldía y entiendo también su mortificación. La recuerdo elevando su vista al cielo en los brazos de mi padre y esa mirada que por muchos años sentí herida, ahora empiezo a sentirla esperanzada. Hoy me gusta pensar que no me olvido de ese instante en nuestras vidas porque fue justo en el que nuestras almas, la suya y la mía, pactaron encontrar el camino para trascender el sufrimiento y abrazarse siempre.   

Y me gusta pensarlo porque así lo siento. La siento a ella guardiana, amorosa, más madre que nunca, siempre a mi lado y fuente inagotable de abundancia. Por ella no me siento sola, por su recuerdo, o su energía, o su simple idea… o eso que no tiene nombre pero que es lo que queda cuando alguien se va. Ésta es la historia de la hija pródiga. La que creyó que su madre se había ido cuando fue ella quien huyó de la casa de ambas hasta encontrar esa nueva forma de caminar de la mano.   

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