EN LA RUTA

Sus hijos crecieron y volaron a otros cielos como lo hicieron años atrás para venir a este mundo. Lo hicieron casi al mismo tiempo, porque de los dos, la mayor fue siempre más familiar y el menor pintaba desde pequeño para buscar su propio rumbo en cuanto la vida le diera oportunidad. Se fueron a ponerle rostro a sus sueños, como una vez se fueron también sus padres al principio de sus veintes. Y al cerrar la puerta, se encontraron los dos solos otra vez, como aquel verano oloroso a fin de siglo en el que decidieron caminar juntos. 

Se vieron a los ojos y durante un par de segundos la memoria les dio el regalo de una que otra foto con una nieve chorreada, una sonrisa en el parque, un monólogo en el escenario, un gol inesperado, un cuento narrado de memoria o unas pijamas en domingo. El tiempo que dura un parpadeo alcanzó para agradecer desde lo profundo de ambos corazones la compañía de esos dos amados seres en el viaje. Se tomaron de las manos surcadas por el tiempo para ir a la cocina, prensar el café recién molido y hacerse las mismas preguntas de siempre: él a ella, ¿cómo estás? y ella a él, ¿qué piensas? Sólo que ahora las respuestas tendrían más peso que otros días y supondrían el nuevo comienzo que un día habían imaginado.    

La tercera edad estaba a la vuelta de la esquina y las maletas ya estaban listas. Tomó cada uno la suya para subir a la Westfalia color turquesa como una condescendencia de él hacia ella y emprender la tercera parte de su periplo juntos. El deseo era recorrer el continente, pero lo cierto es que los años les habrían sacado más canas mas no les habría dado más disciplina a la hora de planear los viajes, así que si al llegar a Vancouver, San Miguel de Allende o Villa La Angostura decidieran quedarse para siempre no los tomaría por sorpresa. Incluso si ella decidía dejar la pluma y los pinceles para dedicarse a la cerámica o él la cámara para aprender por fin a tocar la guitarra, estaría también muy bien. Es el único pacto que habían hecho antes de salir: vivir. 

En la ruta se les antojó vivir con una copa de vino en las noches estrelladas y unos huevos con tomates asados en una fogata en las mañanas frías de febrero. Se les antojó caminar todos los días y bañarse en los ríos y leer cada uno en su viejo kindle de los años veinte y colgar la ropa recién lavada en una cuerda atada a un árbol y hacer el amor y acabarse las palabras de tanto sobarlas en las interminables charlas y conocer gente nueva y salir de nuevo a la carretera y llegar a otro sitio para instalarse otra vez y escribir y pintar y tomar fotos y meditar y grabar podcasts y dar conferencias en el camino y leerse mutuamente el tarot y recibir a los hijos para Navidad en el hogar en turno y abrazarlos y besarlos hasta cansarlos y colar el café con ellos y recordar su infancia y agradecer otra vez.    

Y de tanto que se les antojó, terminaron por hacerlo realidad.  

* He de decir que pienso poco en el futuro, pero un día me preguntaron cómo me imagino mi vida con David cuando seamos viejos, y esto es más o menos lo que me viene a la cabeza cuando pienso en los planes de los que seguramente Dios se reirá con ternura algún día.  

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