CRÓNICAS MUDANCERAS

Cuando uno se muda de casa, junto con las cosas se recogen también trozos de nostalgia. Parece que sólo hay que empacar libros, ropa, muebles y electrodomésticos, pero así como del fondo de los cajones y gabinetes nos va sorprendiendo la aparición de objetos que no habíamos visto hacía años, así van viajando hasta los mismos poros de la piel los recuerdos y pensamientos que parecían incrustados en algún lugar del cuerpo, dudosos de salir a la superficie. Y es entonces que nos sorprenden la melancolía, el éxtasis, la rabia y un torrente de emociones que se habían quedado guardaditas en algún rincón cubierto por una fotografía de aquel buen viaje o un montón de libros nuevos.

Tengo autoridad para hablar del tema porque en mi vida me he mudado quince veces de casa. Quizá hayan sido más o menos, porque la verdad he perdido la cuenta de la cantidad de casas en las que viví en Monterrey cuando estudié la carrera, pero en promedio era una por semestre. Las razones eran las más simples: no nos gustaba algo del lugar donde vivíamos o nos encontrábamos con una buena oferta en un lugar mejor. Así que por pura inclinación a la higiene mental, empiezo siempre a contar mis casas a partir de que David y yo formamos nuestra familia, hace poco más de doce años, y ésta a la que acabamos de mudarnos es la sexta.

Las mudanzas siempre vienen acompañadas con una buena dosis de ilusión, que es quizá la que nos carga con la gasolina necesaria para emprender la titánica labor de meter toda una vida en unas cuantas cajas. Titánica por el esfuerzo físico que supone pero también por el remolino de emociones que desata. Como el que me desató a mí, que en mi larga y experimentada vida mudancera nunca me había pasado que no quisiera moverme del lugar en el que estoy y tuviera que hacerlo de cualquier manera. A veces uno siente que es momento de cambiar de casa por alguna razón y alegremente va y busca otro lugar donde vivir, pero si al marido lo cambian de trabajo, si hay un llamado a evacuar la zona o simplemente, como a nosotros, los dueños de la casa que rentábamos nos la piden porque van a darle otro uso, es la vida la que nos invita amablemente a dar la vuelta a la página. Y como se dice en los juegos infantiles: Listo o no… ahí vas.

A diferencia de todas las demás, en esta ocasión no estábamos buscando mudarnos, así que la experiencia significó para mí un punto de quiebre. Como esos momentos en los que, sin verlo venir, ante tus ojos se presenta la oportunidad (¿o debo decir obligación?) de tomar una decisión que cambiará de alguna manera el rumbo que llevabas hasta ahora. Porque sí creo firmemente que el lugar en el que vives define en gran medida tu rumbo, porque la gente de la que te rodeas, lo que ves todos los días al despertar y las experiencias que construyes dentro de esos muros te influyen al grado de llevarte de la mano por ciertos caminos. Como una Alicia en el país de las maravillas frente al camino que se le bifurca, se me nublaba la vista ante el mar de posibilidades (¿Nos vamos a Tijuana? ¿Nos cambiamos de casa aquí en Tecate? ¿Nos vamos a San Miguel de Allende que nos encanta?), y como ella, tuve que descubrir primero hacia dónde quería ir.

Soy de las que se complica para tomar decisiones, tampoco al extremo de algunas amigas que hacen listas de pros y contras o gráficas en Excel, pero sí tiendo a sobar y sobar un tema ya platicado hasta el punto de volver loco a David, quizá como para autoconvencerme. Después de horas de pláticas al respecto, decidimos quedarnos en Tecate en un lugar pequeño para ahorrar y ya comprar o construir algo nuestro, y con eso en mente, el lugar que encontramos era el ideal. Es un departamento que está frente al Cuchumá, la montaña sagrada para los Kumiai, en cuyas faldas está también enclavada la escuela Montessori a la que asiste Emma, a donde ahora tenemos el privilegio de ir caminando. Está rodeado de vegetación y de aves que cantan en el día y grillos que lo hacen por la noche, cuando el manto estrellado se ve más nítido que en cualquier otro lugar donde hayamos vivido antes.

Tengo que confesar que al principio fue difícil para mí acomodarme en un espacio que es aproximadamente la mitad de la casa donde estábamos, despedirme de cosas que ya no podía llevarme, renunciar a mi espacio de trabajo y hacernos bolas todos en un baño, sobre todo porque nos encanta recibir a familiares y amigos para hospedarse con nosotros. Pero tengo una semana aquí y la naturaleza ya me cautivó, el Cuchumá ya me hipnotizó con su energía que de tan intensa parece que casi casi quiere susurrarte los secretos que enterraron ahí los antiguos pobladores de esta zona y los árboles y el cielo ya me convencieron de que aquí es el mejor lugar para vivir en este momento de mi vida. Cerca de la tierra y del origen, en el campo al que por mucho tiempo le he sacado la vuelta (tema para otro post) y que ahora me nutre sólo de respirar su aire con el pulmón abierto y de ver a mi hija salir a correr libremente por donde me gusta imaginar que siempre ha pertenecido.

Un día me dijo David que no hay decisiones correctas o incorrectas, que simplemente una te lleva para un rumbo y la otra para uno diferente. Nosotros ya habíamos ido a Tijuana a ver casas y escuelas porque habíamos decidido irnos a vivir allá, y como en la película “Sliding Doors” de Gwyneth Paltrow, me divierte imaginar todo lo que habría ocurrido en nuestra familia de haber tomado esa ruta, pero me siento feliz aquí y muy segura de que vienen cosas muy buenas para los cuatro. Porque seré de las que se complica para tomar decisiones, pero puedo decir que jamás me he arrepentido de una sola en mi vida. Podré hacerme mil preguntas existenciales todos los días, que para eso soy experta, pero al final, la vida siempre se encarga de recordarme que el lugar en el que estoy es justamente el que necesito. Y eso para mí, es inspiración.

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Esta área es la que tengo ya más o menos acomodada, aunque traigo en mente un montón de proyectos DIY para chulearla que les iré compartiendo en el camino ;)

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