Marcela de maíz

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En los ojos de Panchita está el turquesa del Atlántico y el verde intenso de la selva yucateca. Proveniente de este par de lunas alcanzo a escuchar el canto del quetzal y el cuchicheo de un círculo de mujeres tejiendo el arcoiris en su telar de cintura. Como las páginas del Popol Vuh, su mirada me cuenta cuando los hombres de maíz poblaron esta tierra para empaparla de una magia que sigue hoy tan viva como ella.

A esta mujer maya de 86 años nos encontramos al salir del juego de pelota en Chichen Itzá, diminuta y gigantesca, arropada con el orgullo de una cultura de obsidiana, impetuosa, volcánica, cuyas lenguas de fuego nos alcanzan a quienes de todo el mundo nos paramos frente al Templo de Kukulkán para buscar a la serpiente que desciende de su escalinata en el equinoccio de primavera. Panchita muestra orgullosa sus servilletas bordadas a mano y nos dice que cada una vale 25 pesos. “Ella sí es artesana, no ofrece cosas de fábrica como otros vendedores de aquí”, apunta Chava, nuestro guía, para luego intercambiar algunas palabras en un melódico maya con la comerciante.

Me llevo la pequeña tela bordada con punto de cruz porque no puedo echarme a la bolsa este mundo de quimeras y jaguares como quisiera. Me llevo una parte de Panchita y de sus antepasados en cada hilo rosado formando en la servilleta la colosal pirámide de este centro ceremonial con un par de flores a los costados. Me llevo este viaje en el corazón para siempre, el primero en el que mi hija nadó en mar abierto y del miedo a los peces quiso regresar pronto al pequeño bote que nos llevaba, pero al día siguiente decidió acercarse a ellos en el cenote de Ik-kil, muy contenta de haberlo conseguido. Y me llevo la certeza de que es precisamente para crecer que se toman un par de maletas y se viaja a otra ciudad. O a otras, como nos tocó en esta ocasión.

Nuestra ruta comenzó en Monterrey, donde yo brindé dos talleres de costura y David uno de fotografía. Como siempre, disfruté de la compañía de mujeres apasionadas que comparten mi pasión por lo hecho a mano, me reí y aprendí mucho con ellas en un fin de semana lleno de telas, hijos y buena energía. Aprovechamos para ver a gente que queremos mucho y disfrutar de una ciudad que nunca deja de sorprenderme, que crece a pasos agigantados y que se muestra imponente y a la vez tan sencilla y franca por donde voltees a verla. Aquí vivimos por casi quince años y aquí nació Emma, así que una parte de mi alma será siempre regia.

La segunda parada fue Cancún, donde David fotografió una boda y nosotros tres disfrutamos de la blanquísima arena del Mar Caribe, Emma y yo con la vista y Matías también con el gusto. Al día siguiente cumplimos nuestros primeros doce años de casados y celebramos con otra visita al mar, ahora los cuatro, y una cena en el restaurante italiano La Pizzarra. Al día siguiente fuimos a esnorquelear en la mañana y a medio día ya estábamos camino a Playa del Carmen, donde mi esposo daría otro taller de foto. Nos hospedamos con unos primos maravillosos que nos trataron como reyes y por la tarde del día siguiente, mientras David trabajaba me fui con los niños a recorrer la Quinta Avenida, tapizada de locales con coloridas artesanías, aromas del mar y cocteles de fruta, extranjeros tomando un café o una cerveza y jóvenes con trajes típicos de la cultura maya ofreciendo la obligada fotografía a cambio de una propina.

El miércoles tomamos de nuevo la carretera para viajar a Yucatán. Nuestro primer destino fue Valladolid, donde comimos helados de chocolate, mandarina y aguacate y conocimos a un escultor a la entrada del palacio municipal trabajando en un enorme tronco de madera varios símbolos mayas. Después nos fuimos a Izamal, el pueblo mágico cuya plaza, iglesia y casas del centro están pintadas todas de amarillo, con motivo de una visita que realizó a esta zona el Papa en 1993. Conocimos su famoso Convento franciscano, paseamos en calesa por las calles principales, escalamos la pirámide de Kinich Kakmó y terminamos cenando en el lugar donde comí más delicioso en todo este viaje: Kinich, un venado almendrado que sabía a gloria, una sopa de lima, unos panuchos y un queso bola relleno, por su puesto con una agua de chaya y una probadita de un destilado de agave típico de la región.

Nuestra estancia en Yucatán continuó con una visita a Chichen Itzá y al cenote Ik-kil, unas champolas en la Dulcería y Sorbetería Colón, un recorrido por el Gran Museo del Mundo Maya, un paseo en el centro de Mérida y una deliciosa cena con buenos amigos en el restaurante K’u’uk con su postre en la Panificadora Montejo. Días de placer para todos los sentidos.

Quizá por eso viajar sea adictivo, porque son días para salir de la rutina y de lo establecido, para comer como queramos, levantarnos a horas imprudentes y caminar hasta que los pies duelan. Viajar nos lleva a nuevos mundos, literal y metafóricamente: nos sensibiliza y nos despierta recuerdos y deseos dormidos, nos susurra al oído todo aquello que estamos llamados a ser y que no hemos sido. Al llegar a casa ya no somos los mismos, somos quienes nos fuimos más cada rostro, árbol y cielo que nos alimentó el espíritu.

Todo este viaje, pero en especial Yucatán me llenó de colores y de impulsos creativos. Con el punto de cruz de Panchita me traje las ganas de pensar menos y pintar más, de correr menos y confiar más, de encerrarme menos y sorprenderme más. Soy Marcela de cacao, chaya y maíz.

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IGLESIA DE SAN GERVASIO, EN VALLADOLID

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BANCA EN LA PLAZA DE VALLADOLID

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IZAMAL

PIRÁMIDE KINICH KAKMÓ, EN IZAMAL

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CHICHEN ITZÁ

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ARTESANO MAYA EN CHICHEN ITZÁ