VAMOS A CAMINAR

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Senté a Matías en los pies de esta escalera y él solito se levantó sosteniéndose de uno de sus barandales. Esto podría parecer cualquier cosa para un niño de su edad, un año con cinco meses, pero Matías nunca antes lo había hecho. Esta semana consiguió pararse por sí mismo por primera vez en su vida, para asomarse a la tina del baño.

Conforme iba creciendo, nos dimos cuenta de que su desarrollo motor no era el esperado. Llegó al año de edad y aún no se sentaba por sí mismo, no podía sostenerse en cuatro puntos (posición inicial para el gateo), no se arrastraba, se rodaba muy poco, no se incorporaba deteniéndose de los muebles como cualquier niño a esa edad y cuando intentábamos sostenerlo de pie sus piernas se doblaban, carecían de fuerza. Lo llevamos con una neuropediatra, le hizo unas pruebas y nos dijo que tenía un desfase en su desarrollo motor causada por una inmadurez en su sistema nervioso. Nos recomendó un sitio en particular para llevarlo a terapia y nos dijo que muy pronto veríamos buenos resultados.

Yo no soy de las que indagan cuestiones de salud en google porque no me gusta asustarme más de lo que puedo llegar a informarme, pero siendo honesta, sí me preocupé con el diagnóstico y una noche de insomnio cogí el teléfono para encontrar respuestas en la red. ¿Por qué le pasó esto a mi bebé? ¿Que implicaciones tiene? ¿Es curable? ¿Cómo puedo ayudarlo? Como siempre, lejos de tranquilizarme, me asusté aún más con lo que encontré en algunos sitios, quizá porque realmente no entendí bien en la primera consulta qué era exactamente lo que le ocurría a Matías.

En la última cita con la neuropediatra (fueron tres: el primer acercamiento, otra para realizar las pruebas y una tercera para platicar de los resultados) logré relajarme más. Me dijo que lo que Matías tenía era algo muy común y que con algo de terapia se regularizaría. Que no sabíamos si más adelante llegaría a necesitar alguna otra terapia de lenguaje u otra cuestión, pero que la buena noticia era que lo estaba llevando muy a tiempo para atenderlo. Eso me hizo sentir mejor porque en la montaña rusa de emociones sí llegué a culparme en algún momento pensando en que no lo había llevado antes, ya saben, el típico “no fui buena madre”. La doctora me explicó que con ella llegan niños de primaria con problemas de conducta y/o aprendizaje y cuando empieza a indagar se da cuenta que fueron niños que no gatearon o caminaron a tiempo, que no aprendieron a montar bicicleta, que no disfrutan de los deportes porque no son coordinados, que no saben amarrarse las agujetas o que soy muy retraídos y reservados porque no tienen las mismas habilidades que los niños de su edad. “Créeme, estás muy a tiempo de que con la terapia puedas evitar todo esto en un futuro”. Me tranquilizó.

Entre el tiempo que transcurrió entre consulta y consulta y el que debimos esperar para ser atendidos en el centro de rehabilitación, Matías empezó sus terapias hasta finales de marzo, al año con cuatro meses. En casa empezamos antes con algunos ejercicios que me recomendaron pero yo tuve que respirar profundo millones de veces y ser muy paciente hasta que llegara el momento de darle la atención que realmente necesitaba. Y ahora estoy segura de que estas semanas en las que llené mis depósitos de aceptación y serenidad me sirvieron de mucho para el siguiente paso.

El primer día de la terapia salí llorando del centro. David estaba conmigo y gracias a eso pude manejar mejor la situación. Matías lloró mucho, muchísimo, toda la hora. Lo acostaron en una colchoneta y le realizaron algunos ejercicios de estiramiento en brazos y piernas y luego lo colocaron en posición de arrastre para, a como yo lo percibí, obligarlo a alcanzar un objeto mientras le doblaban sus piernas para que él se impulsara con las manos. Esto no puede estar bien, pensé yo. Le pregunté a la terapeuta si era normal que llorara, si no le dolía algo y ella me dijo que ahí todos los niños lloran porque los estás sacando de su zona de confort. Volteé a mi alrededor: había niños caminando con ayuda de sus madres o de andaderas y otros como el mío en colchonetas para practicar el gateo. La mayoría lloraban.

“Es que lo están obligando”, le dije a David al salir de ahí. “Es que quizá es un proceso por el que Matías debe pasar”, me contestó. Al día siguiente, Matías ya se arrastraba solo. Entonces tuve que doblar las manos. Decidí que vería con todo el amor del mundo toda la situación: a la terapeuta que el primer día me asustó con su cara dura y carácter recio y que cuando vio que abrazaba a Matías después de cada logro me dijo “Mira, otro divorcio necesario entre madre e hijo”, al método en el que no estaba muy de acuerdo pero que la neuropediatra me había recomendado, cuando soy una especialista en cuestionar todo lo que los médicos me recetan, y sobre todo a mi hijo, que a final de cuentas era el que transitaría el camino más difícil.

“No lo chiquee mamá, por eso está como está”, me decía la terapeuta los primeros días cuando después de cada vuelta, cada esfuerzo y cada incorporación aplaudía y besuqueaba a Matías. Yo sólo me limitaba a sonreírle, de corazón sonreírle, sin ningún dejo de ironía, cuando en otro momento, al ver a mi hijo llorando así, hubiera salido de ahí para no volver jamás. Se le veía la frustración en la cara, la impotencia y el coraje por no querer hacer los ejercicios y que lo dejáramos en paz. Si era ella quien trabajaba con él, Matías me volteaba a ver llorando intensamente y yo casi casi podía escuchar que de su boca salía un: “¡Mamá, sácame de aquí!”. Si era yo quien le hacía la terapia, igual se me rompía el alma en dos cada vez que hacía algo que era evidente que no le gustaba.

Matías lloraba, gritaba y pataleaba, pero entonces empecé a ver más allá de las lágrimas y me di cuenta de que esa ira le servía de garra. Cuando se sentó por sí mismo la primera vez, hace un par de semanas, y a mí sólo me faltó sacar la matraca para festejarle, mi hijo sonrió y lo hizo de nuevo, una y otra vez. “Ok, a nuestra terapeuta no le gustan los chiqueos, pero a nosotros sí nos gustan”, decidí pensar cada vez que veía a mi hijo conseguir algo después de un gran esfuerzo. Lo abrazaba con fuerza y le decía al oído: “Lo haces muy bien Matías, sé que te cuesta trabajo pero también sé que puedes hacerlo y lo haces de maravilla”. La especialista me pedía que lo soltara, yo le sonreía y ella de pronto me empezó a sonreír de vuelta, aunque fuera una sonrisa de tres milisegundos con los ojos mirando al cielo y como diciendo: “Ay, esta señora”.

Matías y yo viajamos a Tijuana de lunes a viernes durante cuatro semanas para acudir a la terapia y en el transcurso de esas dos horas diarias en carretera (una de ida y otra de vuelta) tuve tiempo para pensar. La preocupación inicial y las preguntas de todos los días se fueron diluyendo para darle paso a la aceptación. Esto es lo que nos toca Matías: a mí perderle el miedo a viajar sola en carretera y a ti a dar tus primeros pasos. A mí enfrentarme y poner mi mejor cara ante lo que la vida trata de enseñarme y a ti ante los nuevos retos de este día en el centro. A mí ver con amor a cada madre que lleva a su hijo en silla de ruedas, que viaja en camión aún con la lluvia o que a veces es difícil encontrarle la esperanza en el rostro y a ti a esa terapeuta que parece dura, pero a la que estoy segura que ya te echaste a la bolsa.

Matías me mostró el camino. En cada gesto de visible frustración justo antes de alcanzar algo nuevo me enseñó que salir de nuestra comodidad puede darnos mucho miedo y coraje, tanto que a veces preferimos quedarnos ahí y no intentarlo. Con llantos y manotazos, él lo intentó, y lo que encontró luego que consiguió abrir la puerta de la dificultad, más allá de los primeros ejercicios desconocidos e incómodos, terminó por gustarle. Después de muchos días con ejercicios que le estimulaban el levantarse, sentarse o colocarse en cuatro puntos, este lunes fue la primera vez que nuestra terapeuta me dijo: “Órale, a caminar”. Le puso a Matías un par de polainas en los tobillos para fortalecer las piernas y ayudarle con el equilibrio, él se tomó de mis dedos índices y dio sus primeros pasos con mi ayuda. Entonces los llantos se dejaron de escuchar.

Hoy es nuestro último día en la terapia, al menos de la primera etapa, porque debemos tomar un descanso para que alguien más aproveche el lugar y nosotros seguir trabajando en casa. Me dieron una cita dentro de tres semanas para evaluarlo y ver si necesita otro mes más con nuestra queridísima generala. Ahora Matías se sienta solo y se vuelve a acostar, se para con agilidad sosteniéndose de las cosas, ha ampliado su lenguaje tanto expresivo como receptivo, se cae de la cama porque ya se mueve mucho más incluso dormido y camina tomado de nuestras manos con pasos firmes. Le encanta hacerlo y me gusta verlo saborear su independencia porque me suelta la mano cada vez que ve algo de lo que él solo puede sostenerse para continuar.

Ahora sé que el proceso del que me habló David el primer día no fue sólo para mi hijo. Fue uno por el que debíamos pasar los dos. A Matías le fortaleció la voluntad y a mí me suavizó la intransigencia, me recordó que las cosas no son siempre como yo las imagino y que aunque en apariencia pueden parecer fatales, la vida siempre sabe más que yo. Matías hizo su tarea y consiguió avanzar, el turno es mío para descubrir eso en lo que me toca avanzar a mí… y mi hijo me ha dejado el mejor de los ejemplos.

NOTA: Decidí no dar nombres de especialistas ni sitios de rehabilitación en el texto para proteger su identidad. Si deseas conocerlos con gusto te los comparto en hola@mypumpkin.mx