LA VIDA Y LA MUERTE

Conocí a la muerte cuando era una niña con la partida de mi abuelo y más tarde, en la adolescencia, con la de mi madre. Desde entonces aprendí a temerle más que a nada en el mundo y a verla como a la sombra que se te acerca a tientas y espera a la mayor de tus desprevenciones para acariciarte con su velo adormecedor. Era ella quien me había dejado huérfana, así que muy temprano tomé la decisión de mantenerme prevenida, alerta, vigilante, quizá con la ilusión de que mi cautela era lo que me mantendría inmune.

Y hasta el día de hoy no he muerto, pero en el afán de no morir me he privado también de la vida. Muchos le tenemos miedo a la muerte, acaso por ser la reina de lo que nos es incierto y desconocido, pero el mío no me pareció nunca el natural. Durante años tuve un miedo tremendo a enfrentarme a ella o, peor aún, a que ésta alcanzara a otro de mis seres amados. Tuve miedo de viajar, de manejar en carretera, de subirme a un barco, de meterme al mar, de los chequeos médicos, de la enfermedad… e incluso tuve miedo de tener hijos. La vida me pareció siempre tan frágil e inestable que me aferré todo lo que pude a la idea de que yo podía tener el control de algo, lo que fuera, así que me dediqué a procurarlo. 

La mala noticia (¿o debo decir buena?) es que la vida no puede asirse con las manos ni es de naturaleza controlable. La paradoja es que entre más te aferras a la vida menos oportunidad te dejas de vivirla. Tan vieja y tan cierta la frase de Lao Tsé: “La vida y la muerte son un mismo hilo, la misma línea desde diferentes perspectivas”. La muerte es parte de la vida y la vida parte de la muerte, está tan cerca una de la otra que resulta imposible entender una sin la compañera. Son el yin y el yang objeto de miles de años de curiosidad y leyendas. Con el primer respiro en este mundo estamos acercándonos al final de nuestra experiencia aquí y con nuestra partida daremos vida a otras oportunidades. 

La vida y la muerte son un mismo hilo, la misma línea desde diferentes perspectivas. Lao Tsé

No nos gusta la idea de irnos porque es incierto el paradero que nos espera y lo que más nos gusta es la certidumbre y la estabilidad que nos da pisar tierra firme. No nos gusta la idea de que un ser amado se vaya porque no imaginamos la vida con el dolor profundo y la ausencia, no sabemos cómo vivirla y en qué nos convertiremos si esa persona no está. La vida nos parece sólida y la muerte etérea, cuando al parecer es al revés. 

La muerte nos espanta y quizá sea por el afán de armarnos de valor que la coloreamos de magenta, azul turquesa y cempasúchil. Así podemos verla de frente, ataviada de perlas y vestidos largos que nos parezcan familiares y entonces invitarle un trago, cantarle una canción vernácula y pedirle que nos salude a los que se nos han adelantado. Así podemos reírnos con ella y de ella en su propia cara, escribirle versos y sentir que es la madre que está de nuestro lado y que no nos desampara. Así, con la sonrisa blanca, los ojos profundos y la corona de flores, podemos pedirle que nos mantenga vivos en la memoria a los que amamos y que nos dé la esperanza de que volveremos a verlos, porque eso nos reconforta y nos permite seguir caminando en esta vida elevando un poco más los pies del suelo.   

Dándole la bienvenida a la incertidumbre es como he podido convertirme en madre, meterme al mar, manejar sola en la carretera, ver a las arañas de cerca y subirme a vuelos trasatlánticos. Claro que aún le temo a la muerte, pero temo más perderme la oportunidad de abrazarme a la vida. Que el recordatorio de que vamos a morir esté presente, menos como un demonio y más como un aliciente.  

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