BAHÍA DE KINO

Llegamos a Bahía de Kino a las siete veintitantos de la tarde, después de un viaje de casi once horas en carro desde nuestra casa. En un acto de liberación del cinturón de seguridad, los niños corrieron a meterse al mar con David, su abuelo y su tía Magaly. Yo, respetuosa del océano como soy, me quedé en la orilla a disfrutarlos de lejos y cuando aparecieron las primeras pinceladas magenta en un cielo que ya había despedido al sol, decidí caminar un poco para sentir la arena y mojarme los pies. En el trayecto agradecí estar aquí, en una Tierra a la que a veces me siento imantada a tal grado que me impido a mí misma volar. 

Un día leí que Marcela significa “entre el mar y el cielo”. Me imaginé suspendida, etérea y liviana… todo menos terrenal. Y quizá en mi cualidad de geminiana se esconda esa ave que navega entre el océano y el firmamento, pero mi costumbre me arrastra siempre a la orilla, donde encallan todas mis versiones de mujer alada con el deseo frenético de tocar tierra. La prudencia termina encogiéndome las alas y la gravedad llamándome de regreso. El mar me evoca mi condición efímera y quizá por eso me intimida.     

Me gusta verlo de lejos, sentarme en la arena muy temprano o muy tarde y dejarme abrazar por el sonido de su oleaje y el sabor salado de su espíritu. Me gustas en calma y me gustas arrebatado, mar de mis amores, porque me confundo contigo y me devuelves la esperanza. Eres quien despierta mis temores más enquistados y también quien me lava y cicatriza esas heridas que no terminan de decir adiós. Me meces con tu hipnótico vaivén de espuma y arena y caracolas y sal. Me susurras con voz dulce y queda que el tiempo se acaba. 

Las carcajadas de mis hijos revolcados por una ola me regresan al presente al volver de mi caminata y con la luna en pleno, me acuerdo que así de altivo y todopoderoso, el mar también tiene ante quién subordinarse. Y que quizá esa capacidad de rendición es la que lo vuelve invulnerable, porque así de paradójica y al mismo tiempo transparente es nuestra naturaleza. Tan protegida que me siento mientras mis pies estén bien plantados en el suelo, cuando el mar quiere mostrarme que no hay mayor cárcel que tal sensación de resguardo y que el día que me decida a soltar amarras será cuando en verdad me sienta segura y tranquila. Que en la levedad está la verdadera solidez y que es hora de que pierda el miedo a flotar.   

FOTOS: Marcela y David Josué