DOCUMENTAL "GIVEN"

Ayer vimos en Netflix el documental GIVEN. Nunca había hecho una reseña en mi blog sobre algún producto audiovisual, pero es que ésta no es una película más, es un poema visual, auditivo y filosófico. Es cierto que he visto pocos documentales en mi vida, quizá porque soy muy selectiva al verlos y si no me enganchan a los diez minutos mejor busco otra cosa, pero GIVEN es el mejor que he visto en mi vida. Punto. 

El título es el nombre de un pequeño de unos cinco años que emprende un viaje con sus padres surfers y su pequeña hermana por quince países distintos para buscar en el océano aquellas olas que superen sus límites. Aunque muy pronto descubrimos en la historia que el objetivo más profundo es darle a su hijo una oportunidad de oro: ampliar sus horizontes y descubrir su propio camino en un mundo repleto de colores, tradiciones, credos, razas, aromas y costumbres que de pronto me hicieron recordar lo absurdo que es creer que tenemos la verdad absoluta en nuestro espacio de dos por dos.  

Mientras Given aprende a construir un “bure” de troncos y hojas de palma frente al Océano Pacífico en Fiji, extrae el rojo intenso de las flores en Marruecos para teñir la lana recién cortada que servirá para tejer un tapete, convierte un tronco en un sonoro tambor en Senegal, surfea en Israel y come “pap” en África del Sur, el espectador se va embriagando de imágenes bellísimas de pescadores, campos de maíz, niños corriendo por calles de terracería, mujeres tailandesas con treinta anillos en su cuello, centros ceremoniales y hombres que danzan con víboras, a través de las cuales casi casi podemos oler y tocar ese mundo del que formamos parte y que muy pocas veces nos damos el tiempo de explorar.    

El hilo conductor del documental es una historia que el padre le cuenta a Given desde muy pequeño y que habla de una colosal tormenta que hizo que el mar creciera a tal grado que un gran pez tuvo que tomarse toda el agua para salvar al mundo de una inundación épica. En su viaje tienen la consigna de encontrar a ese gran pez pues la leyenda asegura que quien lo consigue se lleva para siempre al espíritu del mar en su corazón. Además, la cereza del pastel es que la narración está a cargo del mismo pequeño, cuyos ojos cargados de inocencia y esperanza son la ventana a través de la cual terminamos también nosotros buscando nuestra propia ruta.  

La visión inspiradora que tienen sus padres para guiar sus pasos y que Given nos va contando a lo largo de la película es lo que me enamoró de la experiencia de verla: somos naturaleza y el mundo entero es nuestro hogar, ese sitio seguro en el que podemos cobijarnos, somos libres de transitar por donde creamos que nos llevan las estrellas y hacerlo con los pies descalzos y una maleta solamente con lo indispensable nos conectará mucho más con nuestra propia voz. En esos momentos en los que me imagino con un pañuelo vendándome los ojos y una resistencia a dejarlo caer, me llegan recordatorios como éste de que allá afuera hay experiencias mucho más grandes que mi visión pequeñísima de lo que es el mundo y de lo que soy yo. La certeza de que todos somos uno, volcán, flor, pez, océano, niño… me devuelve la sensación de paz.       

Durante toda la historia, musicalizada con grupos indies que apoyan al mood introspectivo, nuestro pequeño héroe le pregunta a cada persona que conoce si acaso han visto a ese gran pez del que le habló su padre, porque hay momentos en los que se se cuestiona si faltará mucho para encontrarlo, terminar el viaje y regresar a casa. Justo así, me imagino, como nosotros vamos preguntándole a todo el mundo, a Dios o a la vida cuánto falta para llegar a nuestra meta o si vamos por buen camino, cuando la riqueza está en el viaje y en todas esas charlas, estampas de colores, kilómetros en bicicleta, copas de vino y libros acabados que nos vamos echando a la bolsa. 

En la búsqueda de ese gran pez, Given termina mostrándonos que cada camino es personal pero que, al final, todos terminan en el mismo sitio. 

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FOTO: NETFLIX

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