EL PODER DE UNA CAJA

En la crianza de los hijos hay una verdad que raya casi casi en la máxima universal: dale a un niño pequeño un regalo y será más feliz con la caja de cartón que con el contenido. Y es que la caja puede ser lo que a él se le antoje, desde un cochecito hasta un castillo, pasando por una lavadora, una cocina o un robot. La caja se acomoda a su mente imaginativa y su creatividad sin límites, mientras que varios de los juguetes de hoy en día les presentan posibilidades ya resueltas que no representan un gran reto para ellos. 

Ayer, en una visita a The New Children’s Museum, comprobé que la máxima sigue siendo efectiva aún en estos tiempos en que los niños tienen más acceso a la tecnología y los juegos virtuales que a los árboles y a los materiales naturales. El espacio más lleno del museo y donde Emma y Matías se quedaron mucho más tiempo jugando era una sala repleta de cajas de cartón vacías, telas de varios colores y tamaños, cojines y estructuras móviles de madera. El lugar me llamó mucho la atención porque los pequeños construían y tiraban para volver a edificar cosas nuevas. Decoraban con los materiales disponibles y hacían con las cajas de plástico sus propios columpios. Los padres los observábamos desde una banca pero había un joven que era el encargado del museo que incluso se camuflaba entre los chiquillos y no se le caía la sonrisa del rostro cuando les aplaudía por lo que habían logrado crear. 

Gracias a una descripción en uno de los muros, aprendí que este tipo de espacios son llamados “adventure playground” (parque o patio de aventuras) y que tuvieron su origen en la Segunda Guerra Mundial, donde los terrenos bombardeados y destruidos resultaban atractivos para el juego de los niños. La famosa paisajista Lady Allen of Hurtwood notó el potencial de estos lugares para la recreación de los niños y organizó grupos de adultos para que supervisaran a los pequeños en estos sitios con edificios a medias y escombros de todo tipo, pero que no mostraran ningún tipo de autoridad y fueran los chiquitos quienes usaran sus propias reglas en el juego. Hoy en día existen más de 500 parques de aventuras operando en Inglaterra, Japón y la región de Escandinavia y son un éxito entre los niños.

Es una historia que llamó muchísimo mi atención por varias razones: la primera y más obvia, por la oportunidad de brindar a los pequeños un espacio de juego libre, justo como el que teníamos nosotros en la calle, en donde teníamos total libertad creativa y nuestra imaginación era la reina para viajar a otros mundos en los que nosotros mismos poníamos las reglas. Perdíamos la noción del tiempo y aprendíamos a través del mismo juego a convivir con los demás, a respetarnos, a resolver problemas y ser empáticos. La segunda, porque recordé lo poco que necesitamos cuando somos chicos para pasarla bien. Todo lo que había en la sala podría haber sido considerado como basura y en cambio parecía que ellos estaban en el parque de sus sueños. 

Y la tercera, la belleza que puede surgir de la catástrofe. Como esas flores de loto que nacen del agua lodosa, imaginé las carcajadas esperanzadoras de la chiquillería emergiendo de las cenizas y del dolor propio de la guerra y la desolación. Los niños siempre nos demuestran el poder de regresar al presente, de vivirlo con intensidad y de fluir con nuestro poder creativo. Por eso me parece primordial el que seamos proveedores de esos tiempos y espacios en los que ellos jueguen con libertad y con mínima intervención de nuestra parte. Y ya con ellos como maestros, quizá que nos atrevamos nosotros mismos a encontrar el placer y la inspiración en las cosas más sencillas.