VOLVER A CASA

Ayer por la noche llegamos a casa después de un viaje de casi dos semanas a Hermosillo para pasar las fiestas con mis suegros, cuñados y sobrinos. Estar con la familia es parte de la magia de estos días, sobre todo cuando es familia que vive lejos y a quienes no ves muy seguido. Reunirnos, buscar estar juntos y convivir es una inclinación natural que brota del alma cuando se avecina el frío, los días de descanso y los festejos navideños y de fin de año. Y así fue como disfrutamos estos días.

Pero ayer que abrimos la puerta del departamento donde vivimos y respiré la primera bocanada de aire frío por las bajas temperaturas que se registraron en Tecate durante estos días, sentí una inmensa paz. Rápidamente encendimos el calentón y acomodamos todas nuestras cosas y mientras lo hacíamos, noté que yo no era la única que agradecía estar en casa de nuevo. David no paraba de decir que ya extrañaba el depita y encendió el Spotify con la bocina que le regalaron en Navidad para inundar la casa con ríos de música con la que Emma no paraba de bailar y brincotear por todos lados. Matías, amante de los brazos, corrió a su recámara y tomó algunos colores para dibujar en un cuaderno mientras sonreía y repetía “casa”, “casa”.

A los cuatro nos gusta viajar y más si vamos a ver a nuestros seres queridos, pero ayer me di cuenta (pensé que yo era la única) que a los cuatro nos gusta también volver al nido y que disfrutamos nuestro espacio. Viajar es inspirador porque te invita a mundos de aprendizaje intensivo, te expande el criterio y te cuestiona algunas de tus creencias. Pero regresar te brinda la opción de nuevos comienzos con una mirada y ánimos renovados. A mí me gusta volver porque me siento feliz en mi rutina, de la que es preciso desentenderse en el viaje para poder comer lo que se te antoje, levantarte a la hora que tu cuerpo lo pida y dejar que los niños vean más tele de lo normal o que se desvelen jugando con lo que recibieron en Navidad.

A Matías le dio bronquitis al llegar y se la pasó en mi pecho las 24 horas del día, pero al curarse aprendió a prender y apagar velas con sus primas, Emma armó un hotel, una feria y una casa en un árbol con cerca de 3 mil piezas de LEGO, David tomó muchas fotos y se echó a la memoria más momentos con su papá a quién diagnosticaron con cáncer el año pasado, yo me fui a un café a escribir todas las mañanas, fuimos mucho al cine y mi cuñada y sus hijas nos cuidaron mucho a los niños para que David y yo saliéramos solos, conocimos lugares muy lindos y comimos riquísimo en ellos, brindamos y reímos mucho en las cenas de Navidad y Año Nuevo, en la que encendimos luces de bengala ante los ojos como platos de Matías y escribimos papelitos con propósitos y deseos para el 2017 para que cada quien tomara uno. Y a mí me tocó: optimismo.

Y así llegué a mi santuario en medio del campo, con una buena dosis de ilusión y entusiasmo por lo que nos depara este año. Como a cada enero, llegué también con la energía recargada y las viejas costumbres medio adormiladas, con muchos planes pero con un único deseo: que no se me olvide nunca agradecer cada cosa que venga. Cada éxito y también cada fracaso. Porque ahora que me acerco a mis cuarenta, he terminado por comprender que los logros más importantes son los que no se ven porque son propios del espíritu y no del mundo material.

Después de dar gracias por llegar juntos a un nuevo comienzo, ayer agradecí también la oportunidad de volver a casa.

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