UN SUEÑO EN LAS FALDAS DEL CUCHUMÁ

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FOTOS: David Josué

El viejo encino sostiene el tapanco al que Laura sube para reunirse con dos compañeros que la esperan con el pan recién hecho por ellos mismos en el horno de barro, a unos cuantos pasos de ahí. Desde allá arriba puede ver a tres amigos más que cortan la fruta en la cocina para compartir con el resto, a varios ensayando en el pequeño anfiteatro la próxima puesta escénica para el convivio familiar, unos regando el huerto y otros más en cuclillas sobre un tapete reuniendo cuentas para descubrir cuánto es cuatro por nueve.

El Cuchumá los vigila y ampara desde su majestuosidad venerada por los antiguos pobladores de esta región, los kumiai, a quienes seguramente inspiró también el amor por la tierra como lo hace ahora con estos chiquillos que viven el sueño de cualquiera de su edad: acudir a una escuela enclavada en el campo, en las faldas de una montaña sagrada alfombrada de rocas gigantes y un chaparral de incontables tonos pajizos que van de un verde tierno al marrón oscuro. Es el Colegio Montessori Anser, mejor conocido en la comunidad como Los Niños del Cuchumá, gracias a una expresión que usaban las guías para referirse a los alumnos que vivían en las rancherías aledañas al cerro y que diariamente eran llevados en un camioncito hasta la escuela, cuando sus instalaciones aún estaban en el centro de Tecate dentro de una clínica propiedad de sus fundadores Ana María Ceballos y Sergio Bonilla, pediatra y traumatólogo respectivamente.

Desde entonces, hace veinte años, la doctora observó que los niños eran más felices cuando los sacaba del concreto de aquellos salones improvisados con mobiliario reciclado para llevarlos a visitar el jardín de su casa o cuando, con la ayuda de Tonatiuh Magaña, iniciaron un pequeño huerto que sirvió de inspiración para otras escuelas que lo visitaron y decidieron replicarlo en sus propios espacios. En su mente se sembró la semilla de contar con una escuela en un ambiente natural donde los niños, varios de ellos de escasos recursos y becados por la institución, no tuvieran que salir para tener contacto con la tierra y los árboles, sino que ya estuvieran ahí.

Hace cinco años, con el apoyo de Fundación La Puerta, el sueño se cristalizó con el préstamo de un terreno rodeado de imponentes encinos en la ladera del representativo cerro tecatense, en donde se instalaron un par de casas móviles para la Casa de Niños (preescolar) y Taller I y II (primaria) con el mínimo impacto en la vegetación y las áreas naturales, entre ellas un arroyo que sólo en época de lluvia alcanza a llevar algo de agua. Para acceder a este pequeño claro en medio de una que otra vivienda aislada hay que bajar por un sendero adoquinado que, cuenta Ceballos, estaba ya marcado y despejado de hierba por lo que ellos creen fueron las huellas de los primeros pobladores que se dirigían al cerro a sus ceremonias o más tarde de algunos migrantes que ahí se asentaban antes de cruzar a Estados Unidos vía el Cuchumá en búsqueda de su propio sueño.

“El sendero es para nosotros una transición e incluso el clima va variando conforme bajas porque la vegetación no es la misma. Yo no soy ninguna experta en botánica, pero siempre he pensado, y así se los he transmitido a los niños, que el matorral ha custodiado al bosque de encinos, porque en las zonas donde se ha impactado más la vegetación ya no existen estos árboles como aquí”, dice Ana María.

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La combinación del espíritu montessoriano y el contacto directo con la naturaleza hacen de esta escuelita, como la gente la llama con cariño, el seno donde se gestan las próximas conciencias que han de poblar la Tierra sedienta de cuidado y respeto a todos sus hijos, de solidaridad entre hermanos, de trabajo en equipo, aprovechamiento de los recursos, equidad en todos los sentidos y una vida más conectada con el espíritu. Con la bienvenida a esta comunidad educativa a niños de todos los estratos socioeconómicos, razas, religiones, culturas y capacidades intelectuales, el Colegio Montessori Anser se ha convertido en un verdadero modelo de lo que es el mundo real, justo como lo imaginaron Sergio y Ana María.

Poblada actualmente por medio centenar de alumnos, esta escuela es uno de los brazos que se desprenden del Centro de Permacultura, asociación civil que nació con el objetivo de crear conciencia y servir de motivación a todo el que lo visite a través de talleres de construcción natural, educación, alimentación, salud y cultivo, entre otros, de una vida en consonancia con los tres pilares de la permacultura: el cuidado de las personas, el cuidado de la Tierra y el compartir con los demás lo que resulta del ahorro de energía y recursos no renovables.

Ellos mismos han puesto el ejemplo de este modelo sustentable con la construcción de su dirección y cooperativa utilizando técnicas naturales y materiales como pacas, carrizos y adobe para minimizar la huella humana en la zona y sus niños, ya empapados de esta cultura, han sido los portavoces en cada uno de sus hogares del mensaje que el planeta les ha comunicado en este pequeño paraíso.

“Una vez que nos visitó Fundación La Puerta, cuando empezábamos con el huerto en la escuela”, cuenta la doctora, “nos preguntaron que si cómo habíamos hecho para trabajar con los papás, y nosotros contestamos que son los niños los que al llegar a casa piden a los padres sembrar algo, reciclar o reutilizar las cosas que de otra manera irían a la basura”.

La institución trabaja con recursos limitados, pero en sus ojos se alcanza a ver la pasión por el desarrollo integral de estos niños en cuyas manos ella y su equipo han confiado un mejor mañana, así que las arcas medio vacías no resultaron impedimento para tomar la decisión este verano de vender la casa móvil de primaria y construir un nuevo ambiente más acorde con su filosofía.

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El nacimiento de un nuevo ambiente 

Bajo un cielo sin nubes y el sol abrasador de agosto, el arquitecto Tonatiuh, especializado en bioconstrucción, revisa algunos detalles de la obra. Todo mundo trabaja a marchas forzadas porque las clases se reanudan pronto y hay que tener todo listo para dar la bienvenida a los alumnos a su nueva casa con muros de pacas de paja, carrizo y adobe y ventanas orientadas hacia el máximo aprovechamiento de la luz natural, una con vista al Cuchumá y otra a un bello encino que se yergue detrás de una roca gigante que pareciera darle cobijo y cuya historia sigue siendo un buen pretexto para la ilimitada imaginación de los niños.

La ubicación del salón se decidió de manera estratégica de acuerdo a dos lineamientos: respetar la vegetación nativa y aprovechar la vista privilegiada. Que los alumnos, platica Tona, se asomaran por la ventana y no vieran sólo un manchón verde, sino que vieran el encino completo. “Estos árboles han dado mucho a esta zona y nosotros hemos de regresarles algo, tratarlos con respeto y no ser ambiciosos en el aprovechamiento de su madera. Por eso, este encino que hemos colocado en el centro para que los niños tengan contacto con él es uno que ya estaba en el suelo, que seguramente cayó porque ya no soportó su propio peso o porque un rayo lo atravesó, pero a final de cuentas por un proceso natural”.

La forma del ambiente es octagonal por influencia de la filosofía de María Montessori, quien proponía salones circulares para fomentar la relación y convivencia entre todos. Además de tratarse de una construcción viva por la naturaleza de sus materiales y técnicas emuladoras de aquellas que los animales y los primeros humanos han utilizado por años para guarecerse o almacenar alimento para el invierno, no pierde de vista la sustentabilidad porque se han reciclado gran parte de los recursos y la ubicación de sus puertas y ventanas propiciará el ahorro de energía eléctrica.

“Desde cualquier ángulo, el niño tendrá una comunicación directa con la naturaleza. Habrá una puerta abierta todo el tiempo para que entren y salgan libremente y que puedan sacar mesas, sillas o tapetes para trabajar afuera, o bien tener más contacto con el huerto que prácticamente será su jardín trasero. Así cumplimos con el lineamiento de la educación Montessori que es la libertad de realizar tareas para las que ya se está preparado y cuyo objetivo forma parte de un programa establecido”, apunta la doctora.

En el sueño del Colegio Montessori Anser, que nunca ha sido incrementar su matrícula de forma desmedida sino convertirse en un modelo que sirva de inspiración para que otras comunidades aporten esta riqueza educativa en pro del desarrollo de nuevas conciencias, siempre han estado incluidos los niños de la comunidad con mayores necesidades económicas o incluso emocionales, como los pequeños de la casa hogar Rancho El Milagro.

“Nuestras colegiaturas son muy económicas comparadas con otras escuelas Montessori y tenemos al 25 por ciento de nuestros alumnos becados al cien por ciento, además de otros descuentos en las aportaciones de alumnos con hermanitos o hijos de personas que forman parte de la comunidad. Esto es porque para nosotros es muy importante no ser elitistas y mantenernos totalmente abiertos. Pero para lograrlo sí necesitamos del apoyo de recursos externos”.

Cuando una de las niñas graduadas de sexto expresa con lágrimas en los ojos que llevará a la escuelita siempre en su memoria y agradece a su “padre”, César Uribe, haberle dado un hogar en El Milagro y todo el amor que ella necesitó para crecer, Ana María sabe que esta obra va por buen camino y que aún faltan muchos frutos por cosechar.

Así se siente entre los muros de este salón que para terminar de erigirse está esperando el patrocinio de quienes vean en una nueva educación el futuro de un mundo más equilibrado. Así se siente cuando Tona nos cuenta que la construcción se plantó, justo como aprendió en sus estudios, en el segundo lugar más bonito del terreno para dejar virgen el más bello de todos, aquel encino detrás de la roca, al que los niños podrán acudir siempre que quieran sentir la paz que te da el contacto con lo que realmente somos y con lo que ellos se encargarán más tarde de resguardar.

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DETALLES DE LA DIRECCIÓN CONSTRUIDA CON TÉCNICAS NATURALES: 

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