TRANQUILO

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Hace unos ocho años David y yo, padres primerizos sedientos de una velada como Dios manda, como las que disfrutábamos antes de que Emma viniera al mundo, conseguimos una señora que la cuidara para salir al cine y a cenar. En Monterrey no teníamos familia y esa era la única opción si queríamos tener un tiempo para nosotros solos.

No recuerdo qué película vimos pero cuando nos disponíamos a hincarle el diente a unos deliciosos tacos sentí un escalofrío intenso que me recorrió todo el cuerpo, me sentí mareada y con náusea y de pronto empecé a temblar… temblar en serio. Una fuerte angustia se apoderó de mí y lo único que quería era salir corriendo. Jamás en mi vida había experimentado eso y me asusté muchísimo, así que nos despedimos de los tacos y David me llevó a una clínica que estaba muy cerca de ahí. Me tomaron la presión, me midieron el azúcar, me revisaron de arriba a abajo y el doctor que estaba de guardia me dijo que todo estaba perfecto, que podía irme a mi casa sin ninguna preocupación. Apenas entré y vi a mi hija, todo se me compuso otra vez.

Nunca supe exactamente qué me pasó porque nunca me ha vuelto a pasar, pero imagino que fue un ataque de pánico. Desde el momento en que salí de mi casa y dejé a Emma ya no estuve tranquila, pensaba en ella todo el tiempo y no pude disfrutar realmente de esa salida con mi esposo que tanto habíamos deseado. Después de lo que me pasó entendí que me daba muchísimo miedo dejarla con alguien más, imaginaba mil cosas desagradables que podrían pasar y eso no me dejaba estar en paz. Quizá como mamá primeriza esto era normal, pero conforme ella fue creciendo entendí que pasar tiempo juntos es algo vital para el matrimonio, al menos para el nuestro, así que decidí que quería irme deshaciendo poco a poco de esa desconfianza.

Ahora ella se va feliz de la vida con quien quiera cuidarla y yo ya me quedo tranquilísima de la vida también. Pero el chiquilín que llegó hace año y medio a evaluarme las lecciones maternales es quien ahora me pone a prueba. Es cierto que con el segundo hijo a una como madre la aprehensión se le desdibuja un poco y eso es lo que me pasó con Matías. No soy tan temerosa como antes y entre esos chispazos de valor están el dejarlo encargado con alguien para que David y yo podamos tener nuestros momentos. Ahora tenemos familia aquí donde vivimos y eso lo hace todo más sencillo, pero con el cuento de que el muchacho se duerme sólo con la chichi o arrullándolo trescientas horas seguidas, la pienso mucho para dejarlo con alguien por la pena de poner en aprietos a los cuidadores.

La semana pasada me dijo David que venía Bebel Gilberto a Solana Beach y por Bebel, en honor a la verdad, dejo a mis hijos con el ropavejero. Ok no, pero como sí era un lugar retirado, me dediqué a buscar nana para irnos sin ningún pendiente. Encontré a una mujer maravillosa que me recomendó una amiga y ayer que era la cita Matías parecía estar más chipilón que de costumbre (que ya es decir, porque pues sí, mis hijos son muy, muy, MUY chipilones). Le tocaron al pobre dos vacunas y encima tenía las piernas picoteadas de mosquitos que ya no sabía con qué rascarse. Todo el día estuvo muy inquieto y confieso que sí llegué a pensar en quedarme con él para no irme preocupada porque además Emma se había ido con sus amigas a un rancho y no habría para él alguna carita conocida para estar más en paz.

Más que acordarme de Bebel, me acordé de la necesidad que tenemos mi esposo y yo de ir solos a divertirnos, porque repito, para nosotros sí es una necesidad. Me enfundé en un vestido mono, me maquillé los ojos, le dejé a la nana el teléfono de mi papá por si se ofrecía algo, le eché la bendición a mi hijo e hice hasta lo impensable: me entaconé. Todo para salir con el marido a quien a veces una descuida por concentrarse con los hijos. Al llegar al bar nos recibió una brasileña hermosa y apasionada con su voz alucinante, como el vaivén de las olas del mar, a quien escuchamos con un par de cheves en la mano y abandonados en el disfrute de esos pequeños instantes que, aunque no abunden, nos esforzamos siempre en conservar.

“Tranquilo, levo a vida tranquilo. Não tenho medo do mundo, não vou me preocuper. Tranquilo”. Ahí sentada agradecí el momento y el valor no sólo para vivirlo, sino también para gozarlo. Porque vida solo hay una y por mucho que los miedos quieran paralizarnos, siempre ganamos más si nos atrevemos a dar esos pasos que el espíritu nos pide a gritos. Y agradecí también a mi Deivid, por su paciencia infinita hacia mis demonios, los que a mí me espantan y a él a veces parecieran hacerle reír de ternura. Gracias por llevarme hasta ese caracol a la orilla del mar para escuchar la voz de sirena de la reina del bossa nova de este siglo.