CRÓNICA DE UNA TARDE EN LA PLAZA

El tintineo de la vieja campana que el hombre de cabello cano agita para anunciar la llegada de su carrito con paletas de hielo despierta el antojo de la chiquillería en la plaza Miguel Hidalgo, así como las carteras de sus madres que buscan entre los recibos viejos una moneda bicolor de diez pesos para cumplir el deseo de sus pequeños con rostros chorreados de vacaciones, mezcla del sol veraniego que quema fuerte aquí en Tecate y la tierra que se pasea en el ambiente al son del viento que corre por las tardes.

Los aromas de la tortilla sumergida en aceite caliente, el elote quemado y los frijoles refritos provenientes de las fondas aledañas se tejen con los corridos de un trío armado de acordeón, guitarra y tololoche al pie de las mesas con sombrillas de Coca-Cola, donde los comensales brindan con la cerveza helada y relajan el cuerpo para celebrar el fin de la jornada.

Aquí hasta las palomas saben que ya es viernes. Apenas llegando, Emma corre hacia ellas para que eleven el vuelo y mostrarle a Matías el divertido espectáculo. Culminada su actuación, regresan rápidamente al piso para picotear los trozos de un chicharrón de harina que les brinda un abuelo que ha llevado a su nieto a corretear por el kiosco central y refrescarse en la enorme fuente donde se reúnen los niños, enamorados y una que otra abeja en busca de un poco de agua para mitigar el calor.

Nos acercamos al Tianguis Cultural para ver los atrapasueños de colores, las pulseras de chaquira y los morrales de manta. Entre las mesas de los artesanos hay una de la que sobresale una bandera de Brasil y sentada en la silla vemos a una mujer de piel morena con plumas de color marrón en su cabello que enlaza semillas de cacao silvestre en un hilo de caña para formar un collar. Se llama Deisiane Santana, pero todos la llaman Deisy. Con su sonrisa blanca y marcadísimo acento portugués nos cuenta que llegó a Tecate de visita para ver a su namorado mexicano. Su plan era quedarse un mes, pero tuvo que hablar a la aerolínea y pagar cuatro mil quinientos pesos para cambiar su vuelo y quedarse un mes más.

“Gosto muito Tecate, muito bonito e tranquilo”, dice Deisy, pero confiesa también que la razón por la que se queda es porque está muy feliz con este hombre que la enamoró en Bahía con su personalidad transparente y sem máscaras. Su amiga Ramona, rumana con excelente pronunciación por sus años en España, sonríe y coincide con ella porque también llegó aquí siguiendo a un amor con dentadura perfecta, un dentista que la animó a estudiar odontología también en la Universidad Autónoma de Baja California.

“A veces bromeamos con que las mujeres de aquí han de molestarse cuando ven a un par de extranjeras con novios mexicanos, pero la verdad es que nosotras no lo planeamos así”, asegura Ramona. “No, nosotras no vinimos aquí a buscarlos, eles foram para outro país para encontrarnos”, y suelta una sabrosa carcajada esta brasileña de mirada dulce que trenza un mechón de cabello de Emma para forrarlo con hilos de colores y plumas que trajo de su país para sus diseños. Yo intercambio dos o tres frases con ellas y luego corro para alcanzar a Matías que quiere caminar libre entre los árboles o las grandes macetas de barro con geranios rosados.

Pago cien pesos por el bello trabajo para mi hija y nos despedimos de este par de Julietas con la promesa de regresar para que Deisy me diseñe una trencita a mí también. Orgullosa de su nuevo mechón, Emma me pide que le tome una foto para luego recordarme que le había prometido un frappé cuando llegáramos a la plaza. Nos encaminamos al café Casa París, pero antes pasamos por una horchata para mí y para Matías, de la que mis dos hijos se toman más de la mitad.

El sol ya se ha puesto y han encendido los faroles del parque que ha subido el volumen de las charlas entre sus ajedrecistas sobre bancos de concreto, los gritos de sus pequeños en bicicleta, los clics de las cámaras de sus turistas y las voces de sus vendedores ambulantes con carretas repletas de cacahuates enchilados, chocolates de todos colores y mazapanes de varios tamaños. Ellos, los personajes del pueblo mágico, se dan cita aquí todos los días para empapar a los encinos y al suelo de piedra con sus anécdotas, juegos y canciones tarareadas a medias para que, una vez que haya llegado la hora en que la ciudad duerme, el corazón tecatense siga palpitando a oscuras mientras espera paciente otro amanecer para volver a escribir el centenar de historias que lo mantiene vivo.

Como las de Ramona y Deisy, para quienes el mundo se hace pequeño y las fronteras se desvanecen si se trata de ir en busca de una vida más feliz. O como la mía y mis hijos, que al principio parecía una simple salida para comprar un frappé y se convirtió en una de las tardes más inspiradoras, llenita de música, agua fresca, artesanía, fotos para consentir más tarde a la memoria y, mi ingrediente favorito: el contacto con personas que me recuerdan el disfrute de cosas tan cotidianas como el tejido de un par de aretes con piedras de murano, los acordes de una guitarra, la degustación de un buen vino… o la entrega sin reserva alguna al amor.

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