Momentos

Por María Antonieta López Moraga

Dios, la vida, o el universo te regala oportunidades cuando menos te lo esperas. Surgen momentos para perdonar, amar, aprender, descubrir. Muchos se nos escapan en el ir y venir cotidiano, pero hay otros que no podemos pasar por alto, aunque quisiéramos.

El Alzheimer tenía a mi mamá postrada en cama. Ya le había robado su pasado y su presente. La mujer bella, alegre, fuerte, siempre acicalada, que ejercía su autoridad como ninguna sobre su familia, ya no estaba. En su lugar estaba su sombra, pequeña, frágil, en completa dependencia y decadencia, con el cabello totalmente blanco y alborotado, casi sin dientes, sumida en un mundo donde no teníamos acceso. Mi hermano la cuidaba de día y yo lo relevaba al salir de mi trabajo. 

Desde que tuve uso de razón, la relación con mi mamá había sido ríspida. Enfrascadas en una lucha donde yo no me sentía amada y me rebelaba como podía y cuanto podía. Y ahora que estaba enferma, me sentía resentida y frustrada porque no podía disponer de mi tiempo y de mi vida como yo quería. Incluso le había propuesto a mi hermano buscar un lugar donde la atendieran mejor, a lo que me contestó con el gesto que mejor lo describe como el hombre que yo admiro y quiero tanto. Con su calma característica, sin reclamos ni juicios, me dijo que no me preocupara, que él estaba preparado para cuidar a nuestra madre hasta que muriera pero no en un asilo, sino en la casa que ella tanto había querido. No podía dejar que mi hermano asumiera toda la responsabilidad, así que estuve de acuerdo y continuamos cuidándola en casa.

Y entonces Dios, la vida y el universo (tuvieron que ser todos juntos para que yo pudiera hacer caso), me regalaron una oportunidad. 

Ese día llegué del trabajo y como de costumbre pasé a la recámara a verla, mi hermano me puso al tanto de los pormenores del día, y luego tomé la estafeta y continué con los cuidados de mi mamá. Cuando regresé a su recámara, me senté a la orilla de la cama y empecé a platicarle. Sentía cómo el gesto de entrega y amor de mi hermano me habían sensibilizado. De las trivialidades pasé a decirle a mi madre cuánto la quería y se me llenaron los ojos de lágrimas. Recargué la cabeza en su pecho y le pedí perdón por todas las veces que la había hecho sufrir, por ser esa hija tan difícil, y que, a mi vez, yo le perdonaba también su dureza y falta de afecto.

Y de repente, el brillo de la conciencia apareció en los ojos de mi madre. Se escapó de la jaula donde su enfermedad la tenía prisionera para decirme en un susurro – hija- y acariciarme el cabello.

Y ahí estaba. El regalo que Dios, la vida y el universo nos hacía a mi madre y a mí. La oportunidad de amarnos, de perdonarnos… la oportunidad de volver a vernos en un momento de lucidez.

A partir de ese momento, cuidar de mi madre se convirtió en una labor no menos cansada y agobiante pero sí más amorosa y compasiva. Y se convirtió en mi pajarita. Después de esa ocasión, mi madre tuvo contados momentos de lucidez. Algunos sucedieron en sus últimos días de vida, internada en un hospital. 

Ingresó en estado grave. Y los doctores nos hicieron saber que estaba muriendo. Le pedí a un sacerdote amigo de la familia que le administrara la unción de los enfermos, según nuestras creencias como católicos. Estábamos presentes 5 o 6 personas, entre primas que habían llegado de Sonora a ayudarnos, mi hermano, mi hija y yo. Al ver que mi madre estaba inconsciente, el sacerdote empezó a llamarla por su nombre, primero suavemente, luego más fuerte, hasta que su voz pareció retumbar en el cuarto (y estoy segura, que en toda el ala del hospital): -¡Angela, Angela! No tengas miedo, has perdonado y has sido perdonada! Y mi madre regresó. Abrió los ojos y nos vió. Sus lágrimas corrían como las de todos los que estábamos rodeando su cama, con las manos enlazadas. Ese momento, como todos los demás, fue fugaz pero me conmovió tanto que aún años después lo recuerdo con emoción y asombro.

No sé si a todas las personas que han tenido a un enfermo al borde de la muerte les pase lo que a mí. Veía cómo mi mamá sufría, cómo su cuerpo parecía no dar más, sin embargo, su corazón fuerte la mantenía con vida. Y ante su sufrimiento y el mío, no sabía qué pedirle a Dios, que muriera pronto o que viviera y se quedara con nosotros más tiempo. Una amiga que había pasado ya por algo así me dijo que mi mamá no moría porque tenía algo pendiente. Después de aquel momento entre nosotras donde le pedí perdón y la perdoné, yo me sentía en paz con ella. Le pregunté al resto de nuestra familia, hermanos, sobrinos, primas, y nadie sentía tener algo pendiente. Hasta que recordé a los hijos del primer matrimonio de mi madre. Aquellos hijos que le habían sido arrebatados cuando niños y que vivieron alejados de ella. Pasaron muchos años hasta que volvió a saber de ellos; eran ya adultos y el contacto se mantuvo al mínimo. Pero seguí mi corazonada y los busqué. Logré hablar con uno de ellos y le expliqué lo que pasaba. Era una cuestión de conciencia para mí porque sentí que era mi deber avisarles y darles la oportunidad, si así lo querían, de despedirse de su madre, aunque casi no hubieran convivido con ella. Me agradeció el gesto y también que mi madre estuviera rodeada del amor de su familia, y sólo me pidió que lo mantuviera informado. Comprendí su sentir pero no me detuve mucho en eso porque tenía algo más importante que hacer. Mi madre moría y no había tiempo que perder.

Fui al hospital y me acerqué a ella hasta rozar su mejilla. Y le susurré al oído que no tenía nada de qué preocuparse, todo estaba bien con los muchachos, la recordaban y le enviaban su amor (estoy segura de que en circunstancias diferentes así hubiera sido). Le dije que si quería seguir luchando se lo pidiera a Dios, y si ya quería descansar, también lo hiciera así. Todo estaba bien. Vi cómo rodaban sus lágrimas y supe que me había escuchado. Una vez más, Dios, la vida y el universo nos regalaban un momento de conexión.

Al día siguiente, la pajarita escapó de su jaula y voló. La despedí bañada en llanto y con paz en el corazón.

*María Antonieta fue alumna del taller de escritura personal “Cuéntatelo otra vez” y su texto fue seleccionado por sus compañeras para ser publicado en mi blog.

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