mi historia con los antidepresivos

El doctor me extiende una receta con el nombre de un antidepresivo y mis 18 años no me fueron suficientes para comprender. ¿Tengo edad para tomar esto? ¿Por qué tengo que hacerlo? ¿Acaso he caído así de bajo? ¿Por qué no puedo yo sola? Me resisto, lucho, me encabrono… mientras surto la receta en la farmacia y empiezo el viaje de mi tratamiento. 

La psicóloga me pide que no deje la terapia si es que quiero soltar pronto el medicamento, así que me comprometo de forma religiosa al proceso porque lo que quiero es estar bien lo más pronto posible. En aquellos años había tenido fuertes subibajas emocionales, un constante sentimiento de vacío y menosprecio hacia mí misma y, sobre todo, una sensación de apatía y sinsentido hacia la vida. 

Encima, estaba peleada a muerte con los fármacos, quizá porque los había visto a borbotones en el buró de mi madre enferma. Lo que yo buscaba era el apoyo psicológico, pero antes de que el antidepresivo hiciera su efecto, me aventé mis buenos rounds con la pastilla en la que proyecté toda aquella rabia contenida. Pasarían varios años para que yo pudiera entender que aquella diminuta compañera diaria actuó como mi salvavidas en el mar de dolor que me estaba siendo imposible navegar. 

Mi fuerte sentido de la responsabilidad y autoexigencia, cimentadas en las entrañas de mi propia historia a punta del terror sostenido de no tener control ante la amenaza de que mi madre moriría, me hizo vivir mi depresión de forma, digamos, “funcional”. Sí tenía días en los que me sumergía entre las cobijas y no reunía las fuerzas para levantarme y salir al mundo, pero eran más comunes aquellos en los que conseguía ir a la escuela, a la terapia o con mis amigos e incluso sonreír… aunque fuera con el corazón invisiblemente roto. 

Mi madre tenía cuatro años de haber muerto y yo cargaba con un duelo pendiente por vivir. Ella se fue de este plano cuando yo tenía 14 y con el trauma me transformé en ostra, encapsulé la tristeza y la ira en el lugar más profundo que encontré y me convertí en forastera en mi propio mundo: indigna de cualquier cobijo y sostén cuando fue imposible conservar el de la fuente más importante. 

¿Qué sentido podría tener la vida cuando una ha sido arrojada, como en aquel parto catorce años atrás, al vacío de lo desconocido? En aquel, la herida es la separación con el corte del cordón umbilical, pero en este alumbramiento (¿u oscurecimiento?) la desconexión se siente definitiva al carecer de brazos que alcancen para el consuelo. 

Encajonar el dolor fue un mecanismo inconsciente porque yo tenía que ser fuerte, se esperaba que yo comprendiera, que diera el ejemplo a mis hermanos y no preocupara a mi padre… ideas, claro, que yo solita me creí. Yo podía estudiar, apoyar con el trabajo en casa, tener una pareja, pero la vida no me sabía absolutamente a nada y constantemente me sentía amenazada por cualquier motivo. 

Hasta que a los 18 mi depresión me vino a mostrar todo lo que tenía pendiente por enfrentar. Mi alma había recubierto con su luz aquel duelo contenido hasta convertirlo en la perla que estaba lista para salir y mostrarme el lado precioso de la historia: el de la resignificación y la sanación.  

Tomé los antidepresivos por un año y poco después me fui de casa para estudiar en Monterrey. Los subibajas emocionales continuaron muchos años después, pero eran cada vez más espaciados y siempre busqué a la psicoterapia como esa isla segura a la que podía acudir cuando estuviera cansada de timonear.  

Hoy agradezco aquella receta y aquellas diminutas pastillas… las que, ahora lo entiendo, me desempañaron los lentes para ver con mucho más claridad en dónde estaban guardados mis propios recursos que en aquel momento me era difícil reconocer. 

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