LA PAZ EN LO ORDINARIO

En un mundo donde pareciera que sólo lo extraordinario cuenta, detenerse a apreciar de forma honesta lo ordinario es casi casi un acto revolucionario. Nuestra mente suele estar tan saturada de millones de ideas, planes, preocupaciones, compromisos y actividades que prácticamente se queda inmune ante la maravilla de una simple luna llena a las siete de la tarde o del crujir de las hojas secas en los pasos de noviembre.

Cuando veo filosofías que en los últimos años se han querido abrir paso en la narrativa universal para instalarse en la vida cotidiana como el minimalismo, el mindfulness o el slow ______ (fashion-cooking-living-working-blogging-o pónganle lo que quieran) recuerdo la urgencia de una contracorriente que venga a ponerle pausa a esta carrera frenética por hacer más, concentrarse más, aprender más para ser más, competir más, conseguir más. ¿No estamos exhaustos? ¿No queremos que este tren pare ya y pedir el “kins” al que recurríamos de chicos en las carreras cuando nos faltaba el aire?

Atender a esos instantes cotidianos que parecen haber perdido importancia es el “kins” de este siglo, como detenerte en cada sitio donde tu hijo de cuatro años te lo pida porque hubo algo que le interesó (e interesarte con él), sentarte en la mesa para tomarte el café a conciencia (ajá, sin hacer ninguna cosa más) o invertir el doble de tiempo para picar la verdura de la sopa simplemente para experimentar con frenesí los olores y las texturas.

Pareciera que detalles como éstos han pedido importancia porque, al fin y al cabo, no son redituables, no se traducen en incrementos en las ventas ni en likes en el instagram. Pero la belleza de cada uno de ellos está en que son precisamente los que alimentan los espacios entre triunfo y triunfo, entre un logro y el siguiente. Esos momentos que se repiten dos, tres, cuatro o veinte veces en un día, que su condición de lugares comunes los vuelven casi casi imperceptibles, son muchas veces en donde podemos refugiarnos para gozar de un minuto de pausa y de respiro.

El calor en las palmas de mis manos al tomar de la “panza” la taza de té caliente, los cinco o seis “buenos días” de las personas que veo pasar en mi caminata matutina, el sabor ácido y dulzón en la boca de mi pan de centeno favorito, los malabares del chico de rastas que se gana la vida en un crucero del boulevard, las treinta veces que subo y bajo la escalera de mi casa, el olor de la tierra mojada cuando riego el jardín al atardecer… son algunas de las miles de oportunidades que nos da el espíritu en cada jornada para conectar con él y sentirnos otra vez en paz.

La próxima vez que te sientas presa del estrés o la ansiedad, busca un hormiguero y observa el vaivén de las inquilinas durante unos quince minutos y observa qué sucede en tu interior. Cambia el hormiguero por tu canción favorita en spotify, diez páginas de ese libro que dejaste a medias o una llamada a un ser querido. La belleza de la cotidianidad es que es igualmente sanadora en cualquiera de sus manifestaciones.

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