¿Expertos o corazonadas?

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Sin ningún afán de parecer abuelita con el típico “Los tiempos de hoy no son como los de antes”, guardo la ligera sospecha de que las mamás de hoy la tenemos más complicada que las de principios del siglo pasado. O si me equivoco (que es muy probable) en esto de que la tenemos más complicada, de lo que sí estoy muy segura es de que nos la complicamos nosotras mismas.

Hace algunos años escuché una entrevista en el radio a una psicóloga que hablaba sobre los límites en la educación de los hijos. La entrevistadora le preguntaba por qué los padres de hoy parecían sentirse más culpables y perdidos en torno a la crianza de sus hijos comparados con los padres del pasado. Ella contestó algo que se me quedó muy grabado: “porque hoy tenemos mucho más información que antes”. Y creo que es verdad, hoy tenemos acceso a toneladas de datos relacionados con la forma “correcta” de criar a nuestros hijos, pero irónicamente, es también cuando tenemos más dudas al respecto.

Entre la chichi y la fórmula, la carriola y el rebozo, las papillas y el BLW, el colecho y la cuna, la escuela y el homeschooling, los lácteos y las lechadas de semillas, los pañales de tela y los desechables, los diálogos y la sillita de pensar y un larguísimo etcétera, de pronto parecemos perdernos en el camino. Mientras una mamá de los cincuenta encomendaba a sus hijos que se iban a pie a la escuela, preparaba un caldo de res para la comida, ordenaba la casa, tejía por las tardes mientras los hijos jugaban en la calle y platicaba con las vecinas cuando salía a regar sus plantas, las de hoy tenemos que hacer malabares con la casa, la familia, el trabajo, los hobbies, el pedicure, el tinte del cabello, los desayunos sociales, las clases particulares por las tardes, las juntas en el colegio, la organización de la piñata y, otra vez, un larguísimo etcétera que nos hace sentir que los días ya no son de 24 horas sino de 24 minutos.

Es un avance importantísimo para las mujeres el que ya podamos entrar a la vida laboral si así lo decidimos, no estoy diciendo que no, pero sí es un hecho que el trabajo se nos multiplica. Y quizá sea esa lista de cinco mil pendientes que tenemos como madres lo que nos hace sentir obligadas a que al menos en nuestro rol de educadoras seamos perfectas. Hay tanta información allá afuera en forma de libros, psicólogos, pediatras, blogs o seminarios en torno a la forma correcta de parir y de criar a los hijos, que si no seguimos una u otra corriente a la perfección creemos que lo estamos haciendo todo mal y entonces viene la culpa… esa amiguita tan fiel de todas las madres de este siglo. No imagino a una madre de los setenta sintiéndose culpable, pero tampoco la imagino con insomnio porque le dio comida enlatada o un par de nalgadas a su hijo el día anterior.

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¿De dónde viene ese afán de no equivocarnos? De devorarnos los libros sobre el estilo de crianza que nos hace más sentido pero querer cumplirlo a rajatabla al grado del fanatismo de llevarlo bajo el brazo e intentar imponerlo en el resto de las madres a nuestro alrededor. O de preguntar a los expertos un millón de minucias para microdirigir nuestra hazaña de darle de comer al niño: “¿El chayote crudo o cocido? Ok, cocido, pero ¿con agua o a vapor? ¿Cuál vaporera es la ideal? ¿Cuántos minutos debo dejarlo? ¿Bien cocido o más o menos cocido? ¿Al dente? ¿Se lo doy caliente o me espero a que se enfríe? ¿Frío frío? ¿Y si no se lo come lo puedo guardar en el refri? ¿Cuánto tiempo se conserva?” Y esa mamá de los cincuenta que teje plácidamente y que le dio a su crío de ocho meses sin un solo diente un buen platón de caldo de res (igual que a sus seis hermanos) parece voltear del más allá y vernos con cara de “¿Es neta?”

Nos complicamos. Y creo que lo hacemos porque queremos ser perfectas. Porque ya traemos tatuado en nuestro sistema aquello que hemos escuchado tanto ya: los niños se trauman, crecen con complejos e inseguridades, presentan desórdenes alimenticios, se enferman, de adultos reclaman a sus madres, se vuelven ciudadanos indeseables y óigame, ¿qué hijos quiere una dejarle al mundo? Hijos perfectos, bien portados, civilizados, sanotes y estables emocionalmente. ¿O no? Queremos ser perfectas, quedar bien con todo mundo o pertenecer al grupo. “¿Por qué se compró esa vaporera tan cara comadre?” “Ay, pues es la que recomiendan en la tele y todas mis amigas la están usando”.

Hemos masificado algo tan íntimo y personal como es la crianza de los hijos, ese acto que es casi casi un punto de encuentro donde se reúne el alma del recién nacido con la nuestra que no llega sola, sino que lleva ya a cuestas un saco de recuerdos pasados, temores, dolores y hasta creencias de lo que debe ser una buena madre. Y luego nos frustramos porque no parimos vaginalmente, porque no nos sale leche del pecho, porque nuestro hijo no gatea a los ocho meses, porque al año y medio no quiere comer más que pan tostado, porque mordió al de junto en el jardín de niños, porque no salió en el cuadro de honor, porque se consiguió un novio con pelo largo, porque no quiso entrar a la universidad. Creemos que algo hemos hecho mal… y no podemos con esa culpa.

Quizá nos convendría, a la hora de escoger el estilo de crianza, revisar primero en el baúl de nuestros propios miedos y deseos. ¿A qué (o a quién) le estamos haciendo caso a la hora de ejercer nuestra maternidad? ¿En qué (o en quién) estamos pensando realmente? Revisemos si nuestra preocupación porque al año no camina es genuina y entonces llevémoslo al doctor, o es porque TO-DOS los niños de mis amigas caminaron a esa edad y la presión social es canija y entonces sentémonos gozosas a verlo gatear unos meses más y disfrutar de su proceso individual.

Cuando me convertí en mamá de Emma hubo muchas cosas que le desobedecí a mi instinto que me decía quedito que no la dejara llorar en su cuna o que le diera pecho a demanda y sin poner horarios. En sus primeros años fui una mamá amorosa pero preocupada por los famosos límites en su educación que leí en cuanto libro me topé al respecto. Ajá, leí. Y ahora, a ocho meses de la llegada de mi segundo hijo me he dado cuenta que su nacimiento me ha suavizado, o quizá sea la poca o mucha madurez que he conseguido en estos siete años que hay de diferencia entre los dos.

No estoy diciendo que dormir con el crío en la cama o darle chichi a diestra y siniestra (como hago ahora con Matías) sea lo correcto. Habrá madres para las que sí y otras para las que no. Lo que digo es que ante esos millones de opiniones con las que nos encontramos ahora las madres, lo mejor será siempre inclinarnos por nuestras corazonadas. Reconciliarnos con la intuición que viene en paquete con el chamaco y hacerle caso al impulso. ¿Y cómo le hacemos para escuchar esa voz? Manteniendo a raya las demás: la del pediatra, la suegra, la tía y la vecina, que para eso tenemos la propia y no hay más que poner atención a lo que sentimos muy dentro cuando hacemos algo con el hijo o la hija que no nos acaba de convencer.

A final de cuentas, los hijos siempre nos van a reclamar. Leyó usted bien: siempre. Es una ley de la vida, así como nosotros a nuestros padres y sus hijos a ellos, del reclamo nadie nos va a salvar. Es casi casi el puente hacia la madurez emocional. Entonces disfrutemos el camino, con pañales desechables o de tela, con nalgadas o sin ellas, pero eso sí, sin dejar de lado lo único que de verdad quedará al final: enseñarnos mutuamente a amar y perdonar.

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