EL OTRO REGALO

Desde que murió mi madre diciembre me ha traído cada año la ilusión de las fiestas, de la pausa y de estar junto a la gente que amo. Pero también llega siempre con un regalo aparte, uno que se antoja silencioso pero que si pongo suficiente atención, descubro que el último en la fila mensual fue muy hábil al tejerlo con delicadeza en lo más profundo de mi corazón: la añoranza. 

Hace unos días fui con una querida amiga a una terapia de armonización con cuencos de cuarzo y voz, y al final me dijo algo que se quedó escrito en mi espíritu y aún sigue vibrando como el sonido de cada una de las siete vasijas blanquísimas y poderosas: “tu mamá está a tu lado todo el tiempo”. Salí flotando. Con el ir y venir de los días y los viejos temores una va desequilibrándose de nuevo, pero este mensaje sigue no solamente intacto, sino además fortalecido. Y qué bueno que fui en estos días, porque así estuve lista cuando llegó diciembre con su dádiva.

Mi madre era una amante de las navidades, rellenaba platitos por toda la casa con chocolates kisses rojos y verdes “para las visitas”, que entre ella misma y mis hermanos devorábamos en un par de días. Compraba egg nog para tener todo el invierno, ponía villancicos casi a diario con sus artistas favoritos, adornaba con sumo cuidado el pino y vestía cada habitación de la casa (ajá, el baño también) con santacloses de fieltro y renos forrados de luces. Le encantaba ir a los centros comerciales para admirar el decorado y comprar los regalos de sus seres amados para luego llegar a casa y colocar cada uno de ellos debajo del arbolito con destellos dorados. Y en un lugar especial de la casa ponía lo más importante para ella: un nacimiento de enorme tamaño con la camita de paja vacía porque el 24 en la noche acostábamos todos juntos al niño Dios.

En nuestra última Navidad juntos tengo un recuerdo cincelado en la memoria. Mi mamá vestía un suéter color hueso y una falda negra y caminaba con mucha dificultad, pero aún así y porque para ella nunca hubo algo que realmente la detuviera, se subió a un sillón para instalar algún adorno cerca del techo, perdió el equilibrio y lanzó un grito entrecortado mientras caía y la mesa de centro de la sala la detenía para no llegar hasta el piso. Mi padre y mi tía corrieron a ayudarla y yo me quedé inmóvil al verla, con los pies pegados al suelo y el filo de su agudo quejido surcando aún más la ya de por sí profunda herida que me tajaba el alma a punta de ver a mi madre, mi sostén, en camas de hospitales, en sillas de ruedas, en gritos ahogados en la almohada con cada inyección de morfina, en sueños profundos que duraban días enteros, en caídas libres…

Aquella mesa de centro y los brazos de mi padre la sostuvieron a ella pero yo, con apenas catorce años encima, caí a un vacío que se volvió aún más negro el día de su muerte. El sabor de las navidades se me quedó agridulce. Poco a poco se fueron desdibujando los detalles en casa, los adornos de fieltro y luz se fueron perdiendo en el camino, el nacimiento un día se rompió, el egg nog y los kisses dejaron de comprarse, nosotros crecimos y volamos cada uno a un nido distinto, en el que ahora construimos cada diciembre nuestra propia versión de la Navidad, sin duda con el espíritu de ella siempre presente, ya sea en algún objeto rojiverde, en un platillo especial el día de la cena, en la tradición de mecer y acostar al niño en el pesebre… o simplemente en la palpitación acompasada del corazón.  

Sí, a veces no quiero recordar que se ha ido y entonces, para mitigar el dolor, dejo a mi madre en aquel vacío del que conseguí salir hace tiempo, pero entonces me pierdo también de la magia sanadora que significa el permitirme sentir. Entonces llega diciembre con su añoranza envuelta en recuerdos, los amargos y los dichosos también, y yo recibo su generoso obsequio con el alma cada vez más lista y mi herida zurcida con los hilos de la compasión, el amor y una profundísima gratitud. Porque quizá mi madre no pudo sostenerme con el cuerpo, pero ahora, estoy cada invierno más segura, me sostiene con la delicada fuerza de su presencia invisible.

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