EL ARTE DE SOLTAR

Hay un texto muy bello que narra la historia de dos monjes zen que se dirigían hacia su monasterio cuando, a la orilla de un río, se encuentran con una mujer llorando porque del otro lado vivía su madre moribunda y ella no podía cruzar el río sola. El monje más joven le dijo que lo sentía mucho pero no podían ayudarla porque para ellos estaba prohibido tocar a una mujer. El más anciano le dijo que se subiera sobre sus hombros y así cruzaron los tres. Al llegar del otro lado la mujer expresó su agradecimiento y cada quien siguió su camino. 

El monje joven estaba furioso, no dijo nada al otro pero durante las diez horas que faltaban de camino se sintió sumamente indignado por el comportamiento del anciano. Al llegar al monasterio, le dijo que tendría que informar al maestro de lo sucedido porque lo que había hecho estaba prohibido. “Es cierto”, le respondió, “yo llevé a esa mujer sobre los hombros, pero la dejé en la orilla del río, muchas leguas atrás. Sin embargo, parece que tú todavía la vienes cargando”. 

Ahhh… soltar. La valiosísima práctica de cargar cuando es necesario y cuando ya no, dejar ir. Incluso un diminuto botón, cuando se lleva a cuestas durante muchos años, llega un momento en que empieza a estorbar. Cuánto más no nos pesarán los rencores del pasado, las opiniones de los demás, el afán de tener siempre la razón o la pretensión de que todo salga justo como lo planeo. Soltar es sumamente complicado porque creemos que esas emociones y esos afanes es realmente lo que somos, así que dejarlos ir significaría borrarnos poco a poco. Porque, si ya no soy “la pareja de” en esa relación tóxica, “la empleada de” en ese trabajo que no me satisface o “la persona que sufrió una traición”, ¿entonces quién soy?

Lo que venimos cargando es lo que conforma nuestra famosa zona de confort. Imagino a ese territorio conocido como nuestra propia casa, en la que nos sentimos seguros, con nuestros resentimientos en forma de cuadros en las paredes, nuestros apegos en forma de muebles y nuestras preocupaciones impregnando el aire del lugar. Y eso está bien. De alguna forma tenemos que construirnos y en ese hogar que es nuestro “yo” también habitan otros aspectos que sí aportan a nuestro bienestar. El problema es cuando nuestra vida no marcha como quisiéramos porque el peso empieza a desgastarnos y a arrastrarnos los pasos. 

Entonces se hace necesario liberar. Revisar en primer lugar todas mis pertenencias para reconocer qué es lo que se está interponiendo en esa vida plena que anhelo. Tomar uno a uno los muebles y los cuadros entre las manos y verlos de frente: ¿Eres tú, querido pánico a la enfermedad? ¿O tú, creencia de que no soy lo suficientemente buena? ¿O quizá tú, comentario doloroso de esa persona que tanto quería? ¿Tú, culpa porque no me comporté como me hubiera gustado hacerlo? Seguramente hay objetos en esta casa que ya no me sirven como lo hicieron en su momento y que ahora sólo me dificultan mi crecimiento. 

En el proceso de soltar intervienen también la incertidumbre y la congoja, la primera porque es necesario salir de esa zona de confort para vivir de una manera hasta ahora desconocida y la segunda porque despedirse para siempre de algo que consideramos parte de nuestro ser nos puede dejar una sensación de vacío e indefensión. Es cierto, soltar duele, pero es indispensable caminar a través de ese dolor para salir fortalecido, aligerar la carga y sentirnos más libres. Pretender que algo no pasó, negarlo o simplemente sacarle la vuelta no es soltar. Hay que verlo primero de cerca, sentir lo que haya quedado pendiente y después dejar ir. 

Quien estará siempre ahí para reconfortarnos, en medio de la aflicción, es la gratitud. Reconocer todo lo bueno que vino a traerme esa creencia, esa persona o esa experiencia y agradecerlo de corazón es el primer síntoma de que he empezado a soltar. El segundo es emprender de nuevo la marcha rumbo a ese lugar al que me está invitando mi ser. El tercero es sentirme ligera al andar. Y el último no es olvidar ni conseguir dejar de voltear la vista atrás… es voltear y sonreír al recordar.  

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