CRÓNICA DE LAS PRIMERAS 20: LOS HIJOS NOS ENSEÑAN DESDE EL VIENTRE

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Son las cinco de la mañana y y mi día ya comenzó, porque así transcurren hoy mis jornadas, yéndome a la cama a las nueve de la noche y despertando de dos a cuatro de la madrugada… a veces logrando conciliar el sueño para levantarme a las ocho otra vez y ver la luz del sol hasta que a las cuatro ya no puedo más y me duermo una siesta o, si fue uno de esos días de mucha energía, ver caer la tarde e irme a la cama entre las nueve y las diez.

Hoy no tengo horario. Hoy es domingo para mí todos los días. Hoy me baño a veces a las diez, a veces al medio día o a veces hasta en la noche. Hoy cocino cuando tengo energías y me siento a la máquina de coser a deshoras porque no hay rutina. A veces me quedo en pijama todo el día o a veces salgo con las amigas. Y a veces, también, me frustro y me recrimino por no ser la mamá y la esposa perfecta y sentirme cada día más como una zombie a la que hay que tenerle paciencia. Escucho a todos los que me dicen que aproveche las horas de descanso pero después de haber salido esperanzada del primer trimestre y no ver más que uno que otro chispazo de energía muy de vez en cuando, sí me llega el calambre y la desesperación de no poder continuar con mi vida normal.

Entonces, justo cuando cumplo las 20 semanas de embarazo, siento por primera vez un ligerísimo movimiento en la parte baja de mi vientre, como cargado hacia la derecha. Siento como si un minúsculo mar habitara en mis entrañas y fuera la hora de las olas pronunciadas. Me llevo las manos al centro de mi cuerpo, cierro los ojos y saboreo los suaves choques del agua salada en la orilla de mi playa, con su cadencia perfecta, con apenas la fuerza suficiente para resonar en mi palma izquierda. Entonces me hago consciente: ya no soy sólo yo, como nunca lo he sido y siempre se me ha olvidado porque no hago más que ver cuerpos separados de mí. Hoy ese cuerpo es parte del mío también y aunque sea por 20 semanas más me estará recordando que hay una conexión entre todos que puedo ver o que puedo ignorar, pero que siempre hará eco en mi alma de alguna manera, como esa ola fuerte que hoy siento en mis manos concentradas en mi vientre.

Así que ahora entiendo que lo que a mí me toca es descansar. No solamente recostar al cuerpo sobre una cama o un sillón, sino darme un respiro de esa búsqueda de perfección, de hacer todo de manera impecable y sin mancha, de quedar bien con todo el mundo menos conmigo misma, de rendir siempre al cien por ciento y aún así sentirme insatisfecha porque no he logrado ciertas metas. Me toca doblar las manos ante la comida de la calle en mi mesa, ante el desorden constante en las recámaras y los canastos llenos de ropa sucia. Porque otra vida viene en camino y con ella menos tiempo libre, más cosas tiradas y más manchas en los muebles. Y porque todo esto es pasajero, porque el mundo no se acaba y aún con la camiseta mojada de leche y Emma llegando tarde a sus clases puede una vivir en paz. Me toca ser feliz aún en la imperfección. Aquel perfeccionista que lea esto comprenderá lo estratosférico de mi misión.

Han sido 20 semanas en las que además de las alteraciones en la energía y la multiplicación de los viajes al baño, mi único achaque ha sido una irritabilidad impresionante por mi resistencia a esa rendición que me pide el espíritu. ¿Yo viendo la tele al medio día? ¿Yo pidiéndole a David que lleve a Emma a la escuela toda una quincena? ¿Yo atrasándome en mis planes con la costura? ¿Yo dejando de escribir por tanto tiempo? ¿Yo ordenando comida fuera un día sí y el otro también? Me voy dando cuenta que sí, que ahora yo soy esa persona y como no puedo ser perfecta en estos nueve meses (ejem, ni nunca my dear), entonces pretendo que Emma y David lo sean. Y hay uno que otro día en que se vienen los encontronazos y los sentimientos de culpa… pero luego viene la noche y con ella el vaivén del diminuto ser que se mece en la cuna de mi océano y yo vuelvo a recordar, a pedir perdón, a agradecerle a la vida los tres amores que me acompañan en este camino de aprendizajes y a prometerme que mañana habrá otra oportunidad.

Y me concentro en el dulzor de la espera, en la ilusión que hemos construido de un parto sin intervenciones médicas y en el paraíso que David ha construido para su familia de cuatro desde ahora. En su empeño (y actitud zen diría yo) por mediar entre una niña de siete años y una mujer embarazada hipersensibles (por no decir “par de locas geminianas”) y por hacerme la vida más fácil con su apoyo incondicional en todos los sentidos. Y a final de cuentas, en la poderosa oportunidad que se me ha regalado de vivir un embarazo con salud y tranquilidad, en el que podré hacer todo el berrinche que quiera por la falta de energía pero que al final del día tengo la fortuna de decidir si me acuesto en una cama y me pongo a reflexionar. Y eso no puede una más que agradecerlo.

Me concentro en estas 20 semanas que nos faltan, en lo que he aprendido y aún me falta por aprender.

diadelpadre

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emmayyo

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