Crónica de las primeras 12: sueño, sueño, sueño y mucha nostalgia por My Pumpkin

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Tengo dos días de retraso y la sangre me empieza a correr más rápido por las venas. Estamos subiéndonos a un avión rumbo a Hermosillo porque David tiene trabajo allá y queremos aprovechar para visitar a mis suegros y cuñados. En el viaje, además de dormir como un oso y disfrutar de la compañía de los seres queridos, lo único para lo que me queda energía es para rogar cada vez que voy al baño que el retraso no haya sido sólo una ilusión. Tres días. Cuatro. Como una niña que baja las escaleras en la mañana de Navidad me sonrío cada vez que me veo al espejo y me quedo yo sola con la dicha que me infla el pecho porque si todo esto es real, quiero darle a David la sorpresa completa con el resultado del laboratorio en la mano.

Antes de regresar a Tecate le cantamos las mañanitas con un pastel de chocolate porque días atrás fue su cumpleaños y aquí en Hermosillo lo que importa es el festejo y no la fecha exacta. Me sonrío otra vez, sólo por dentro, cuando empieza a abrir sus regalos y me imagino gritando que yo tengo reservado el mejor de todos, uno que no es sólo para él sino para todos los que estamos aquí reunidos, uno que me encantaría compartir de una vez por todas, aquí en familia, en el supuesto caso de que mi bendita prudencia no me lo impidiera. Apenas son cuatro días Marcela… ¿y si son sólo suposiciones? Llego a mi casa en la noche y me acuesto con la misma risa que me he tatuado en el alma desde el primer día de retraso, porque en el fondo soy soñadora y porque unos días de esperanza no le hacen daño a nadie. El sol se pone otra vez y con su partida se cumplen los cinco días.

El siguiente día intento concentrarme en mi rutina para no salir corriendo al laboratorio, porque a estas alturas de mi vida la verdad es que no estoy como para pruebas de farmacia. Son cinco días Marcela… ¿y si todavía no sale positivo porque no hay suficiente hormona? Quizá sea más el temor a que me digan que no es cierto lo que me hace reservar la prueba para mañana. Con lo que ya no puedo es con el secreto y le cuento a mi hermana y a dos amigas que quiero como si también lo fueran esto que me está pasando. Ellas, justo como lo esperaba, se ríen de mi prudencia y me ruegan que corra a la farmacia más cercana. Yo me río con ellas porque la emoción compartida siempre es más grande pero, eso sí, saco fuerzas yo no sé de dónde para seguir esperando.

Seis días. Está cayendo la tarde del primero de abril y yo estoy doblando una ropa con los restos de calma que me quedan porque ya me prometí a mí misma que iría hasta el séptimo día al laboratorio. David está en la computadora y Emma en su recámara jugando con una amiguita. Veo el reloj y son las 6.15. ¿A qué hora cerrarán? A lo mejor a las ocho ¿no? Bueno, es que aquí en Tecate todo cierra temprano. ¿O a lo mejor a las siete? Aviento la ropa porque la paciencia ya se me agotó, le digo a David que voy a la tienda a comprarle a Emma un cepillo de dientes y me arranco al laboratorio. Cuando llego veo el letrero de cerrado y el horario de 7:00 a 6:00 impreso en la puerta, pero a una persona que alcanza a verse desde afuera. Me bajo del carro y le hago señas hasta que consigo que me abra. “¿Dígame?” “Híjole, qué pena señorita, pero quería saber si pueden atenderme, lo que pasa es que yo trabajo en el horario que ustedes abren y no puedo venir a otra hora” (Ajá). “¿Qué se te ofrece?” Nada más se me ofrece que tengan compasión de mí y me quiten de una vez por todas esta duda que ya no puedo sostener sola, que me digan que todo esto no es algo que yo estoy imaginando y que, pase lo que pase, me den una hoja donde diga “positivo” porque mi cuerpo tiene seis días queriendo liberar un torrente de endorfinas que tiene atrapadas nada más por… mi bendita prudencia. “Una prueba de embarazo, por favor”. “Permíteme tantito, le voy a preguntar a la química”.

Después de dos minutos, la recepcionista me abre por fin la puerta (la de cristal y la de mi sendero que se bifurca) y me dice que me costará un poco más caro el examen pero que me puedo esperar para que me den ahí mismo el resultado. Me pasan a una salita donde la química me saca una muestra de sangre y de forma muy cálida me empieza a preguntar si deseo que el resultado sea positivo. “Estoy rezando porque así sea. Tengo muchas ganas de tener un bebé, pero lo único que me preocupa es mi edad”. “¿Cuántos años tienes?” “36”. “Uy no mijita, no tienes nada de qué preocuparte, yo tuve a mi última hija a los 36 y no me di cuenta de lo joven que era hasta que nació ella. Te vas a sorprender de la energía que todavía tienes”. Guarda la sangre en un tubo de ensayo y sale de ahí pidiéndome que la espere unos minutos.

Yo no alcanzo más que a encomendarme a mi madre. Las manos me sudan y el corazón me trota como si quisiera salirse desbocado a ver por sí mismo el microscopio a donde ha ido a parar la muestra de sangre que él mismo bombeó instantes atrás. ¿Que la espere unos minutos? He esperado esto por años. Llega la recepcionista y muy seria me entrega un sobre que yo le recibo con manos trémulas antes de que vuelva a irse. Estoy intentando abrirlo cuando por la puerta se asoma la química, me sonríe y me dice “Felicidades”.

Entonces abro la boca porque estoy segura que ahora sí se me sale el alma y me convierto en cascada. Me desarmo, suelto el miedo que me impedía volar como mariposa. Me animo de una vez por todas a despojarme del capullo y abandonarme al puro placer que no conoce de límites o de prudencias. Me deshago en un llanto de lágrimas dulces, atesoradas por tanto tiempo con la llave de los complejos y las creencias atemorizantes. Le robo un abrazo a la mujer que me dio la noticia más feliz de mis últimos años y me subo al carro con las piernas todavía convulsas para darle a David la hoja con el “positivo” impreso. El camino de cinco minutos me parece de cinco años en los que ante mis ojos transitan los recuerdos de las dudas y desconfianzas, de esos días en los que no me daba cuenta que era el pánico lo que me ataba las manos ante la idea de la responsabilidad de una nueva vida y de los que vinieron después con una y mil señales de que la vida a final de cuentas, como el río, encuentra su cauce y que no soy nadie para tratar de controlarla. Las carcajadas y los sollozos del camino a casa, con mi madre de copiloto, terminan de lavar mis turbaciones y me dejan desnuda de miedo y revestida con una fe que me empuja a emprender un vuelo al que David se une con sus propias lágrimas de dicha cuando lee el mensaje en la botella que un ángel nos aventó desde otro mundo.

***

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Tengo doce semanas de un embarazo que, a pesar de que llegué a pensar que había atrasado, hoy estoy plenamente segura de que llegó en el momento justo. Soy otra mujer desde que me enteré que traería otro hijo al mundo. Lo había esperado por mucho tiempo aunque no me había atrevido por algunos miedillos irracionales. Por eso digo que llega en el momento justo, porque ahora estoy más segura que nunca que en verdad deseo esto y por eso digo también que soy otra mujer, porque soltar un miedo que arrastras desde hace años es realmente liberador. ¿Que ya no tengo ningún miedo en absoluto? Creo que no puedo decirlo al cien por ciento porque tengo las dudas y los temores que cualquier mujer embarazada puede tener… pero siento una paz profunda y una esperanza de que la vida siempre sabe más que yo, así que he comprendido que lo único que puedo hacer es abandonarme a ella y esperar a que suceda lo que tenga que suceder para seguir aprendiendo.

Igual que mi embarazo anterior, he tenido un primer trimestre digno de aplausos en lo que respecta a síntomas desagradables, con algunos días de náuseas y agruras pero nada que un trozo de jengibre o media cucharadita de bicarbonato no puedan solucionar. E igual que cuando esperaba a Emma, el síntoma mayor es un sueño profundo en el que me he sumido desde la primera semana, al principio con gran placer pero de unos días para acá, he de confesar, con cierta desesperación. Tampoco es que sea la mujer más activa y multitaskera del planeta, la verdad es que suelo tomarme las cosas con bastante calma, pero desde que me embaracé he tenido muy pocos ánimos para hacer otra cosa que no sea dormir, leer, dormir, comer, dormir, ver la tele y dormir.

A la máquina de coser ya casi le salen telarañas y a mi laptop le falta muy poco para rechinar cada vez que la abro para escribir aunque sea un párrafo. Desde la mudanza de Monterrey a Tecate, hace ya casi tres años, nunca había puesto en pausa a My Pumpkin por tanto tiempo y tengo que decir que eso me tiene un poco desanimada. Sé que esta etapa es pasajera y todo mundo me dice que la disfrute mientras dure, lo cual intento hacer todos los días, pero no puedo negar que sí extraño mucho mi actividad bloggera y esos días de impulso creativo frente a un altero de telas de colores. Tengo detenidos tres proyectos diferentes de bolsas y mandiles ya empezados y ochenta mil que todavía no han salido de mi cabeza al patrón. Tengo muchas ganas de volver a mis días de productividad craftera y literaria.

Pero sería injusto negar que tengo también un gozo desbordante por echarme a ver la tele con mi hija o con David (aunque me duerma a los tres minutos), por darme el tiempo de leer todos los cuentos que Emma me pida, por darme cuenta de la joya que tengo por marido cuando me lleva a la plebe al ballet o compra comida en la calle porque la energía no me alcanzó para cocinar, por llevármela más tranquila con los horarios y no enloquecer porque la casa está en desorden, por leer libros o ver documentales durante horas sobre partos naturales y respetados, por sobarme el vientre antes de la siesta y visualizar el alumbramiento más perfecto, el que es justo el ideal para mí y para este bebé que va creciendo en mis entrañas, por sentirme plena y dichosa en este estado.

Es cierto que cada embarazo es una historia diferente, pero en todas la protagonista es la vida que se vale de un cuerpo femenino para continuar manifestándose, para seguirnos demostrando que hay una sabiduría más allá de nuestros planes y nuestro intelecto. Y se vale también de un alma, que puede llegar a temblar de incertidumbre pero que siempre, si se le da permiso, terminará por dejarse llevar por el amor que la hará más fuerte. Y en eso medito todos los días: en soltar el temor y confiar en esa fuerza que, a final de cuentas, es lo único que mueve al mundo.

Tengo muchos sueños para My Pumpkin que no van a quedarse en el tintero, pero que sí tendrán que tomar un nuevo ritmo mientras esta dulce espera va tomando su curso. Gracias siempre por su paciencia, cariño y acompañamiento.

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