CRISIS DE LOS 40

Era una niña de 10 años cuando escuchaba a mi madre hablar con las vecinas y algunas tías sobre el próximo cumpleaños número 40 de mi papá. Soltaban algunas ideas sobre una fiesta sorpresa, se respiraba un aire de misterio y a los chicos se nos advertía que no debíamos hablar al respecto. Mi mamá se mostraba emocionada y conocer el motivo me hacía sentir el sabor dulzón de la complicidad. Entre las charlas se escapó el comentario de que a la fiesta sólo se invitarían a personas de 40 años, imagen que para mí se convirtió en una semilla en ese instante y viajó hasta la tierra fértil de mi cerebro de diez años de vida. 

La semilla germinó y en cada tallo brotaba una duda distinta con la clásica velocidad desorbitada de una mente infantil. ¿Los invitados deberán tener 40 años exactos o pueden ser de cuarenta y tantos? ¿Por qué será importante la edad? ¿Les van a preguntar a cada uno su edad antes de invitarlos? ¿Entonces los hijos de mis tíos no podrán ir? ¿Será una fiesta aburrida con pura gente grande? Así que me pareció una excelente idea, mientras viajábamos en familia por carretera, con mi papá al volante, preguntarle a mi mamá con toda la ingenuidad que mi primera década de vida pudo reunir: “Mamá, ¿cómo es eso de que a la fiesta sorpresa de mi papá sólo habrá personas de cuarenta?”. No hacen falta las palabras para que imaginen el gesto que me aventó mi santa madre. 

Ahhh, los cuarenta. El famosísimo cuarto piso. Completar una década más en el planeta es de por sí muy significativo, pero llegar a la edad que idealmente será la mitad de tu vida va más allá de lo simbólico. Algo se quiebra al llegar a los cuarenta y en ese quiebre se vuelve impostergable recomponernos de nuevo. El proceso de consolidación durará para algunos poco tiempo y para otros mucho más, pero al final todos hemos de recoger los fragmentos y observarlos con detenimiento para decidir si formarán parte del nuevo modelo o los dejaremos ir para siempre al cajón de las memorias. 

A lo largo de nuestra vida vamos recogiendo piezas de creencias, actitudes, metas o estilos de vida, a veces propios y otras prestados de alguien más, que se van quedando adheridos al barro que conforma nuestra persona. Pequeños trozos de cristal de varios colores, unos más brillantes que otros, hasta que al llegar a los cuarenta nos enfrentamos en el espejo con la obra que hemos creado, única e irrepetible… o quizá idéntica a las demás. Entonces vienen las preguntas existenciales, las noches de insomnio y el inventario de los sueños que se quedaron esperándonos en el tintero. Aquellas cuestiones que quedaron pendientes en la adolescencia, la etapa que nos brindó la vida para esculpirnos las aristas, vienen a demandar nuestra atención en la crisis de la mediana edad.  

Mi trance ante los cuarenta ha transcurrido a un ritmo suave pero profundo, como la gota de agua que acaricia a la piedra hasta perforarla. Así me arrulla la edad, como en un vaivén adormecedor, hasta que de pronto me encuentro traspasada por las dudas y la fuerza de mis convicciones se convierte en ceniza que se escapa entre mis dedos. El “¿qué estoy haciendo con mi vida?” es el primer rayo de sol que me despierta en la mañana, el canto del pájaro que escucho al salir de casa, el espíritu que se me aparece por las noches. Y para responderme me rompo, me desmenuzo, me permito fragmentarme, porque tengo la certeza de que este desequilibrio es en el fondo nuestro ser pidiéndonos a gritos una tregua. Me doy permiso de besar el suelo, de hacer una pausa para cuestionarlo todo y, si fuera necesario, corregir el rumbo. 

En el viaje he descubierto, sobre todas las cosas, juicios sobre mí misma y sobre el mundo que me estrechaban la vista. Si me propongo considerar cuál ha sido el fragmento más valioso entre los que decidí rescatar para reconstruirme de nuevo, está la certidumbre de que no existen los blancos y los negros, sino una amplísima gama de grises. Todos somos inocentes y culpables, serenos e iracundos, egoístas y misericordiosos. Todos, incluida yo misma. Esta idea me ha servido de cimiento para edificarme otra vez con el reconocimiento de que no hay un camino correcto… sólo el adecuado para cada quien. Por eso le doy gracias a mis cuarenta y tantos y a mi amado “¿qué estoy haciendo con mi vida?”, porque después de todo, las crisis son siempre una sugerencia para reinventarnos y continuar más ligeros de equipaje por la ruta que hemos decidido construir.  

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