INSPIRACIÓN DOMINICAL: Un picnic improvisado

El sábado en la noche dormí sólo una hora. Leyó usted bien: una. A quienes son madre o padre de un bebé en etapa de dentición no tengo que explicarles mucho, y a quienes no, imagínense por favor la tortura medieval de estirar los párpados de la víctima para privarla del sueño durante días. Algo así. Ok, no tanto, pero en medio de una noche en vela, una adicta a los brazos de Morfeo como yo así lo siente.

Así que ayer domingo que Emma nos pidió ir a un museo que le encanta en el centro de San Diego, donde le gusta jugar con barro y hacer burbujas de jabón gigantes, yo iba en el carro con la cara de haberme ido de parranda el día anterior. A final de cuentas se nos hizo un poco tarde y a David se le ocurrió la buenísima idea de ir a comprar burbujas para irnos a Balboa Park y hacer picnic ahí. Así todos contentos: Emma con sus burbujas y los papás echados para dormir por turnos lo que se pudiera.

Los planes espontáneos (¿se valdrá esta combinación de palabras?), ya lo he dicho antes, son los que mejor salen y más se disfrutan. Eso que sale de último minuto y no lleva consigo ninguna expectativa se convierte después en el material para los mejores recuerdos, quizá porque uno baja la guardia, suelta todo el control y se muestra abierto a la sorpresa y a lo que la vida guste y mande. Así nos pasó ayer en este maravilloso lugar al que vamos poco por andar sumergidos en la rutina.

Los mismos treinta dólares que nos gastamos en la comida que siempre hacemos en el Souplantation porque a los cuatro nos fascina (ajá, a Matías también porque es bufete y puede hacer y deshacer con la comida libremente), los invertimos en las burbujas y en un supermercado donde compramos una ensalada, unos sándwiches, fruta, queso con salami, papas y guacamole. Como no íbamos preparados para picnic no me llevé mi cuilta, así que extendimos en el pasto mi rebozo en el que cargo a Matías y una sabanita que traía de casualidad en el carro. Y así, mágicamente, ya estaba nuestro domingo armado.

Aunque para ser justos, la magia del día estuvo en gran parte a cargo de este lugar único con árboles gigantes de cientos de años, arquitectura del Renacimiento español, un jardín botánico, museos y un artista en cada esquina. Luego de disfrutar un rato en el pasto, comer, tomar fotos y pasear a Emma en una rama enorme de palmera nos fuimos a caminar por el andador El Prado que va de punta a punta del parque. Cerca de una enorme fuente se agrupó una compañía de danza para mostrar su propuesta en la que fusionan estilos de todas partes del mundo. Ahí vivimos el mejor momento del día.

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Pero déjenme les cuento primero algo como contexto. Resulta que yo de pequeña era ultramegarchirrequetepenosa y como creo fielmente que en los genes no llevamos sólo la estatura o el color de ojos, sino que también guardamos las emociones, vivencias y temperamento de nuestros antepasados, Emma sacó ese detalle mío en su personalidad. Desde muy pequeña mostró ser introvertida y la pena en muchas ocasiones no le permitía disfrutar de algo que deseaba. El que la conozca ahora no me creerá lo que estoy diciendo, porque aunque aún conserva cierta timidez cuando se acerca a alguien por primera vez, es una niña que se conduce con bastante seguridad casi por todas partes.

¿Cómo le hicimos? La verdad no sé si fui yo o si fue David, pero como en nuestra forma de crianza damos mucha importancia a que los niños aprendan a honrar sus emociones, un día se nos ocurrió este ejercicio súper sencillo pero que al parecer funcionó muy bien.

Emma tenía una presentación pública, no recuerdo si en la escuela o clase de baile, y de pronto le invadió el temor de que frente a todos le daría pánico escénico. Le dijimos que la pena era algo normal pero que si le dábamos mucha importancia nos podía impedir disfrutar de cosas que realmente queremos hacer. Le recordamos todas las cosas que había conseguido hasta el momento gracias a que había logrado vencer su miedo, como hacer nuevos amigos al llegar a Tecate o bailar sobre un escenario.

“¿Sabes qué puedes hacer? Imaginarte a la pena como una gran pelota, una bola grande, grande. Del tamaño que creas que es. A lo mejor no puedes hacerla desaparecer porque es muy grande, pero sí que puedes hacerla más pequeña para que no te estorbe tanto. Toma esa pelotota y hazla chiquita. Toma tu pena y hazla chiquita. ¿Listo? Ahora guárdala en la bolsa de tu pantalón. Déjala ahí hasta que puedas hacer lo que quieres y quizá después vuelva a su tamaño original, o quizá se quede así pequeña en tu bolsa, pero ya habrás hecho eso que tantas ganas tenías”.

Creo que a los niños hay que enseñarles así. En primer (primerísimo) lugar, con el ejemplo. Después, reconociendo su emoción (nada de “ay, ni al caso que te dé pena”, “eso no es razón para que llores”, “no seas exagerado”) y ayudándolos a que le pongan un nombre o una forma que puedan manejar, ya sea a través de un dibujo, una visualización o algo parecido. Y algo que nos hemos dado cuenta que funciona muy bien, es recordarles todas esas ocasiones en las que ellos mismos han podido manejar con éxito sus emociones y lograr lo que se proponen.

En ocasiones nos asalta la duda de si estaremos haciendo bien nuestra chamba de padres, y por su puesto que tenemos miles de errores, pero también miles de aciertos. Y a veces la vida nos regala chispazos donde podemos tener esa certeza. Como ayer, cuando en medio de un público improvisado que disfrutaba de la ecléctica danza de varias mujeres, Emma aceptó la invitación de una de ellas para unirse al baile durante varios minutos y disfrutar de un bella experiencia, una que hasta el momento no había vivido nunca.

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Y ahí, mientras David y yo tomábamos fotos y video con la sonrisa de oreja a oreja, di nuevamente gracias por la oportunidad que tenemos de aprender de estos locos bajitos, como los llamó Serrat.