Moncho ebanista y amoroso

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Cada dos o tres semanas me voy de compras a San Diego con el Moncho (se llama Ramón Fernando y, aunque todo mundo lo conozca por su segundo nombre, a mí me gusta monchearlo). A veces tenemos la suerte de que haya tres o cuatro carros para cruzar y otras nos chutamos una hora o dos de fila, las que a mí me parecen como salidas de un reloj de otro mundo en el que el tiempo no corre de la misma manera.

Después de un viaje de estos hace unos meses, una amiga le contó a mi papá que venía detrás de nosotros en la línea de carros y que no podía con la curiosidad de saber qué es lo que veníamos platicando porque sólo alcanzaba a vernos atacados de la risa todo el camino.

-Alguna de mis pendejadas le vendría platicando a la Marcela- contestó Don Moncho.

Entonces me reí otra vez, afianzando mi facilrisencia, como esa vez en que yo tenía veintitantos y mi papá jugaba a que me regañaba en una tienda enfrente de todas las miradas inquisidoras, o aquella en que sacó de su ronco pecho su famoso estribillo “Dicen de mí, que yo he sido un libro abiertoooooo…” en un paseo por alguna calle concurrida, o las decenas de refranes que convierte con su lenguaje elegante, como aquél que dice: “Crustáceo que pernocta, es arrastrado violentamente hacia las profundidades marinas” (o sea, “Camarón que se duerme, se lo lleva la corriente”) o, por su puesto, las anécdotas que nos cuenta cuando era niño, como aquella vez en que le hablaron de la escuela a mi abuela para decirle que habían reunido entre todos una pequeña cantidad para ayudarlos en sus dificultades económicas, porque se habían enterado por Fernandito que no compraba sus libros por falta de dinero… dinero que por su puesto mi papá se había gastado en caramelos.

Así me la he pasado en estos 36 años que llevo de conocer a este Ramón que adoro con el alma: risa y risa. Pero entre cada carcajada he tenido tiempo también para quedarme con la boca abierta y el pecho hinchado porque muy seguido me sorprenden los chispazos que se les escapan de ese corazón atiborrado de amor y entrega a lo que le apasiona. Como ese que le vi en los ojos cuando cargó por primera vez a cada uno de sus nietos, o cuando vio ya terminada una mesa enorme que le pedí que me hiciera para mi comedor.

- ¿De verdad quieres que yo la haga?- me preguntó cuando se lo propuse.

- Pues claro, a ti te gusta la carpintería ¿que no?

- Ta bueno, pos nos la echamos.

Y en las semanas en las que el patio de nuestra casa se convirtió en un taller de ebanista donde a mi papá se le dificultaba disimular su entusiasmo y soltaba con el don de la comedia con el que la vida lo ha dotado un millón de frases que iban desde los diálogos de “Pepe el Toro” alusivos a la carpintería hasta sus ya famosas canciones o expresiones en un inglés inventado, como el “Eipinis ei pudeicri” (“Apenas puedo creerlo”) o el “No que no tronabas little gun” (“No que no tronabas pistolita) cada vez que le salía algo como él quería, agradecí haber regresado a esta tierra para vivir junto a él estos años y atacarme de la risa con sus ocurrencias, ver a mi hija esconderse cuando él llega para asustarlo por atrás cuando está “distraído”, confirmar la admiración que le tengo por ser un alma libre o al menos en constate búsqueda de esa libertad y sostener con él todas esas charlas que hemos desparramado en la carretera rumbo al centro de San Diego o Tijuana.

Y le agradecí también a la vida por habérmelo prestado unos años más, cuando se lo pedí con todas mis fuerzas hace unos meses que lo vi tendido en una cama de hospital y que por sus labios se escapaban palabras de despedida porque creía que le había llegado la hora, como él mismo lo dice, de entregar el alma al Creador, de colgar los tenis, de entregar el equipo…

- Acuérdate hija: en La Rumorosa. - me dijo mi papá unas horas después de que sufriera una isquemia cerebral que nos puso a todos a temblar, cuando me acerqué a esa camilla en urgencias y él quiso recordarme que cuando se vaya de este mundo, su deseo es que soltemos sus cenizas en uno de los descansos de la caprichosa carretera de Tecate a Mexicali, el punto más alto abrazado por rocas gigantes en el camino entre estas dos ciudades que el Moncho ha transitado muy seguramente más de mil veces (porque un día en una de esas pláticas de carretera nos pusimos a sacar la cuenta).

Así como esas cenizas que algún día volarán por los pálidos cerros bajacalifornianos te pienso siempre papá: libre, despreocupado y obediente a las órdenes del viento. Así, procurando todos los días desatar tus cadenas, un día a la vez, tal como me lo has enseñado con tus palabras y con tu ejemplo. Así, agradecido con lo que tienes y con la capacidad de reírte hasta de ti mismo. Así te pienso ahora y te recordaré siempre...

- ¿Te digo una cosa hija? Nunca en mi vida había hecho una mesa.

- ¿En serio? Pero si eres muy bueno en la carpintería y según yo habías hecho algunos muebles.

- Pues había hecho alguna que otra cosilla, pero nunca creí que una mesa como ésta me quedara tan chingona. No cabe duda que el amor todo lo puede.

COMPRANDO LA MADERA:

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EN PLENA CONSTRUCCIÓN:

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GRACIAS PAPÁ POR ESTE TESORO:

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