MI RUTINA POR LA MAÑANA

El primer sonido de la alarma rompe el silencio a las cinco de la mañana, pero el canturreo de los pájaros empezó unos minutos antes a mezclarse con las últimas notas de un sueño que quizá no recordaré cuando termine de despertar porque así me pasa casi siempre. Las memorias mientras duermo no salen a la superficie, ahí se quedan, entre imágenes incomprensibles que imagino reposando en millones de cajones celosos de su contenido. Es raro que yo pueda contar un sueño con detalle, pero confío en que me hablan a través del día y su mensaje llega siempre a mis oídos a veces necios.

Me quedo unos minutos en la cama, recuperando la conciencia, recordando la intención que tengo para este día, dando gracias a Dios porque abrí los ojos otra vez y porque estoy en casa con tres seres que amo, porque tenemos salud y el privilegio de tomar decisiones respecto al curso de nuestra vida. Mis pies descalzos tocan el suelo frío muy pasadas las cinco, bajo a la cocina para tomarme un vaso de agua y me siento en el sillón de la sala para meditar. Si la mañana está fresca me envuelvo con la cobija que le tejí a Emma cuando nació Matías, pero si no, simplemente cierro los ojos y coloco las manos en mi regazo. 

Mi meditación es simple y cero ambiciosa, como creo que lo son todas. Observo mi respiración. El aire entra por mi nariz, mi pecho y mi abdomen se inflan sutilmente y siento cómo el aire sale de nuevo por el mismo camino. Hay minutos en los que mi respiración es lenta y pausada, casi imperceptible, y otros en los que un suspiro largo y sostenido rompe con el ritmo habitual. Observo. Respiro. Me voy con un pensamiento. Observo otra vez mi respiración. Vuelvo a ella siempre que puedo, con paciencia y sin juicios de ningún tipo. Después de un tiempo que a veces dura diez minutos, otros quince y otros veintitantos, me levanto y agradezco otra vez por algo en especial, lo que me venga a la mente en ese momento. 

Regreso a la cocina y prendo la tetera para calentar agua. Me preparo un té de limón, o de jengibre, o de canela o de lo que tenga ganas ese día, y vuelvo al mismo sillón de la sala a escribir en mi diario. Escribo lo que se me viene a la cabeza, sin un tema en particular, sin censura, sin ediciones, sin pausas. Escribo, escribo y escribo hasta llenar un par de páginas con los pensamientos de los que mi mente decidió vaciarse en esta mañana. A veces tiene coherencia, a veces carece de todo sentido, pero el ejercicio me sirve para descubrir ideas nuevas y, sobre todo, revelarme asuntos pendientes a los que me vendría bien prestar atención. Escribir a mano me conecta con mi ser más profundo y eso siempre se agradece. 

Guardo mi cuaderno y voy a mi estudio a revisar mi agenda para visualizar la jornada. Anoto lo que se me pasó la noche anterior, si es el caso, y una vez metida en el track laboral abro mi laptop y empiezo a escribir. El silencio y la calma únicos en ese momento del día me parecen el mejor escenario para crear. Pongo en Spotify un playlist con música tranquila y muy bajita, a veces prendo una vela que huela a vainilla o lavanda y me entrego a la hoja en blanco. Avanzo en el libro que estoy escribiendo o narro alguna historia para el blog. En el mejor de los casos las palabras fluyen sin ninguna resistencia, pero hay otros días en los que hay más tropiezos que aciertos en las teclas. De cualquier forma, mi compromiso es estar aquí y me gusta honrarlo, me sienta inspirada o no, porque si tengo una rutina al despertar es precisamente para caminar hasta a este instante en el que, para mí, todo en mi vida cobra un mayor sentido. 

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