LOS HIJOS CRECEN

FOTO // DAVID JOSUÉ

Siempre me sentí muy orgullosa de que una de los rasgos de personalidad de mi hija era la inocencia. Creció de una forma muy libre y sin mucho apuro de alcanzar tales metas o cumplir ciertos requisitos. Durante su infancia temprana le gustaron mucho los juegos sencillos con muñecos y juegos de té e incluso ahora la sorprendo disfrutando al lado de su hermano aquellas caricaturas o canciones que escuchaba de pequeña. Toda la vida ha sido amante de la naturaleza y hemos procurado que esté expuesta a ella el mayor tiempo posible, lo que creo que ha influido muchísimo en su forma de ser.

Pero los hijos crecen, y ayer que cumplió nueve años me encontré reflexionando en esos chispazos de pubertad que he empezado a ver en ella de unos meses para acá. Confieso que hay algunos que me asustan, como esas respuestas que de pronto me arroja a la cara con frustración: “Mamá, es que tú no me entiendes”, “Mamá, eso es cosa mía”, “Mamá, yo quiero hacerlo de esta manera” o esos cambios repentinos de humor, del llanto a la risa o de la emoción descontrolada a la furia más intensa. Hay otros que me causan la mayor de las ternuras, como cuando la veo peinarse solita, sonreír en el espejo y luego venir a preguntarme cómo se ve, o cuando la escucho platicar con sus amigas y escapársele un “no manches” o un “qué curada” entre frase y frase. Emma está creciendo y creo que así como las mujeres no estamos preparadas para todo lo que implica tener un bebé, las madres tampoco lo estamos para ver a nuestros hijos convertirse en adolescentes.

Todo el mundo tiene razón cuando dicen que la niñez de los hijos pasa muy rápido, y aunque creo que David y yo hemos disfrutado al máximo esa etapa de nuestra hija, cuando veo los avisos de que está a punto de dejar esa inocencia y que ahora prefiere estar con sus amigas o ver programas de “niñas grandes” no puedo evitar el deseo de regresar el tiempo para leerle más cuentos, abrazarla más y cantarle más en las noches. Entonces entiendo que eso no es posible, pero que aún tengo y siempre tendré el presente para contarle los pocos cuentos que aún está por pedirme y prestarle mi hombro para que llore todo lo que se llora en estos cambios que está a punto de experimentar.

Me ha costado trabajo entender que Emma no es mía y que no tiene ninguna responsabilidad de cumplir con mis expectativas, que por lo general ni si quiera tienen que ver con ella sino con mis propios temores y asuntos pasados sin resolver. Lo que deseo es disfrutar con ella lo que aún le falta por recorrer en su infancia y acompañarla lo mejor posible en la próxima y en todas las etapas que sigan en su vida. Que no se me olvide que es un ser diferente a mí, con sus propios sueños e ilusiones, y que mi acompañamiento sirva sobre todo para que ella consiga todo aquello a lo que está llamada. Que cuando me sorprenda el enojo o la preocupación por no saber cómo actuar ante alguna de sus actitudes, recuerde que yo también pasé por ahí y que justo aquello que me hubiera gustado recibir es lo que puedo ofrecerle a ella ahora.

Que mis heridas de la adolescencia no me estorben en mi relación con ella, sino que el amor que nos tenemos ambas me ayude a sanar lo que me haya quedado pendiente. Que no pierda de vista la importancia de honrar su esencia, porque así me estoy honrando a mí misma. Y sobre todas las cosas, que no caiga en la tentación de imponerle mi forma de hacer bien las cosas o mi visión de cómo debe una ser feliz, porque ahora entiendo que ese es un camino lleno de tropiezos, y que para la felicidad que todos queremos para nuestros hijos no hay mejor ruta que la libertad.