mañanas en el huerto

La semilla vino a traerla Matías, nuestro hijo menor. La primavera llegó con la pandemia y una curiosidad intensa de ver nacer y crecer a las plantas para este chiquillo de cinco años. No acababa aún de terminarse una fruta cuando se apuraba a tomar una de las semillas para irla a sembrar al jardín. Y así, con el correr de las semanas y la encerrona, fue como terminó por invitarnos a todos a su aventura.  

Hemos plantado cosas que han sobrevivido y otras que se han quedado en el camino, que han servido de alimento para los bichos o que se han secado por nuestra falta de experiencia. Algunas que no han llegado incluso a germinar y otras cuantas que han crecido al punto de devolvernos la esperanza de que es posible aprender. 

Mientras David y yo estudiamos y tomamos notas en la universidad youtubera sobre las plagas y los insecticidas orgánicos más efectivos, las lombricompostas, los tipos de sustrato y las frecuencias de riego, Matías se apega a sus propios métodos con infinita confianza. De vez en cuando toma una lombriz para llevarla a alguna planta, les hace un preparado de agua, hojas secas y dientes de león para abonarlas, les habla con una adoración infinita y cuando brotó el primer tomate hizo una lista de actividades para festejar. 

Aún no hemos cosechado fruto alguno de lo que hemos sembrado. Me refiero, claro está, a los frutos comestibles, porque el más importante ya lo hemos disfrutado desde que todo esto empezó: el entusiasmo. 

Hoy el huerto es mi motivación para levantarme en las mañanas y pasar un rato en los afanes jardineros al empezar el día se ha convertido en mi meditación favorita. Salgo con los pies descalzos para sentir la tierra y el pasto y así aprovecho para arraigarme y darle la bienvenida a una nueva jornada. 

Cada labor llevada a cabo con atención plena me sirve de ancla al aquí y al ahora: regar las plantas y suspirar con el aroma del romero, la menta y la tierra mojada, recoger los frutos maduros del níspero o el zapotero que han caído o están a punto de caer al suelo, limpiar lo que haya quedado pendiente del día anterior, abonar la tierra o sembrar algo nuevo. Todo en silencio, todo con una profunda actitud de agradecimiento a la vida. 

El huerto es como la vida. Uno pone todo lo que tiene, pero es la naturaleza quien se encarga del resto, precisamente porque ella es la única que posee la sabiduría para conocer cuál es el bien mayor. Ante la siembra no se puede tomar otra actitud más que la de aprendiz, pues por más experiencia y conocimiento que se tenga, la vida siempre sabe más. 

Así que me he dedicado a aprender a ser paciente, sensible, empática y, por encima de todo, a soltar el control y las expectativas y fluir con lo que cada plantita me va mostrando. A final de cuentas, como dice Matías, nuestro único trabajo es darle amor a cada una de ellas.  

La semilla que sembraste en marzo en el espíritu de esta casa ha germinado, cariño mío. Prometo hablarle con ternura también a nuestros ánimos de seguirlo intentando cada día. 

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