Gracias primavera... gracias mamá

flores

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Así como traía consigo al mejor clima del año, a las estampas más coloridas y el reemplazo de las botas altas por unas sandalias más cómodas, la primavera me trajo por muchos años millones de estornudos, picor en todo el rostro, comezón y enrojecimiento en los ojos y una cascada líquida saliendo el cien por ciento del tiempo por mi nariz. No recuerdo exactamente cuándo empezó, pero puedo decir que desde alrededor de los doce años y hasta pasados los treinta sufrí de una rinitis alérgica que a veces me ofrecía una tregua, pero que en muchas ocasiones me tumbó en la cama sin energía para hacer nada, no me dejó dormir por las noches o me obligó a acabarme una caja de pañuelos desechables en un día. Y mis crisis más fuertes ocurrían siempre en primavera. 

Tomé medicamentos por muchos años hasta que llegó el día en que me harté de ellos y los aventé por la ventana, que fue más o menos en el tiempo en que llegué a la maternidad y decidí que quería vivir de una forma más natural. Poco tiempo después entré a estudiar un diplomado titulado “El Origen Psicológico de las Enfermedades”, en el Centro Vida y Salud Integral en Monterrey, con el maestro Rodolfo Guevara. Entré porque me llamó muchísimo la atención el tema, pero no para curarme de nada, porque en mi mundo yo estaba perfectamente sana. Hasta que llegó una clase en la que comenté que mi alergia no tenía en ningún modo alguna causa psicológica, sino que era provocada por el polen y el cambio de clima en la primavera. Entonces Rodolfo les pidió a todas las presentes: “Por favor levante la mano quien estornude o se ponga como se pone Marcela en la primavera”. Y nadie, de las veintitantas personas que éramos, la levantó.

El estudio de las emociones bloqueadas detrás de los síntomas que presenta el cuerpo se convirtió en una pasión para mí y poco a poco me fueron cayendo veintes que me parecían imposibles de creer pero que después de un tiempo comprobé. Me enteré que las enfermedades respiratorias tienen que ver con tristezas que hemos reprimido y que ese líquido que derramaba toda la primavera por la nariz eran lágrimas que no me había atrevido a llorar en el pasado. “¿What? ¿Que tengo que llorar más? Ay no Rodolfo, si yo ya he llorado demasiado, te lo juro, la muerte de mi mamá ya la tengo superada, ya no es algo que me duela, ya entendí que así es como tenían que ser las cosas, ya veo el pasado de un modo distinto, ya acepté lo que me tocó vivir”… y bla, bla, bla, dejando hablar siempre a mi mecanismo de defensa favorito: la razón.

Hasta que un día, en una consulta, el maestro me puso una silla enfrente y me dijo que viera a mi madre sentada en ella y le dijera todo lo que tuviera ganas de decirle en ese momento de mi vida, a casi dos décadas de su partida, y luego me pidió que me sentara yo en la misma silla y que, tomando su papel, me contestara todo lo que yo le había dicho. Entonces lloré. Me deshice en llanto, me quebré en mil pedazos y quise gritar como muy seguramente una niña de catorce años gritaría cuando ve que su madre se le está yendo y como yo no me atreví a gritar en marzo de 1992, y en abril y en mayo… en primavera. Regresé a mi casa y esa noche le devolví a la tierra las lágrimas atesoradas, densas, olorosas a un pasado enterrado, me convertí en un torrente salado y mis mejillas en arroyos cargados de ayeres apesadumbrados. Esa noche boté a la razón y le abrí la puerta a las vísceras para reclamarle a mi madre por haberse ido y reclamarle a Dios y a la vida por haberme dejado huérfana a los catorce. Esa noche me reconocí humana y descansé de mi disfraz confeccionado con hilos de perfección y buenos modales. Esa noche lloré… y fue hasta entonces que me llegó el sosiego.

No voy a decir que la rinitis alérgica se me quitó al siguiente día, porque después de esa consulta con Rodolfo y esa noche catártica se me vino el tiempo de recuperarme, de juntar las piezas de mi alma rota y reconstruirme poco a poco. Tuve días de mucha melancolía y sobre todo de mucha introspección, en los que sentí a mi madre más cerca que nunca, con su abrazo todas las noches y el beso para su nieta. Empecé a platicar con ella, a entablar la comunicación que yo misma había catapultado casi veinte años atrás con mi máscara de adulta madura que en realidad lo que quería era proteger a una niña tremendamente asustada. Entonces, desde lo más profundo de mi corazón y no sólo desde una superficie enmascarada, entendí que Lupita fue la mejor madre del mundo para mí y que lo que viví a los catorce fue lo mejor que pude haber vivido, porque todo eso es lo que me ha colocado en el lugar en donde estoy ahora y porque después del encierro me di chanza de crecer. Ella tuvo su propio duelo y hoy la abrazo desde la distancia, de mujer a mujer, sobre todo porque ahora que soy madre siento más de cerca su amor. Porque no importa tanto qué es lo que nos pasa sino qué hacemos con ello, en qué lo convertimos, de qué manera lo aprovechamos para abrir más los ojos.

Durante muchos años mi nariz lloró en la primavera, en la época en que todo florece y yo sólo recordaba a mi madre languidecer. En lo que respecta a las alergias, conviene poner atención a eso que nos hace reaccionar de manera tan exagerada a través de estornudos, urticarias o incluso dificultad para respirar. ¿Qué es realmente lo que nos causa tanta intolerancia? ¿Qué es lo que no podemos soportar? ¿Qué es lo que nos urge que desaparezca de nuestra vista para poder sentirnos seguros? Como la persona alérgica al polvo que necesita vivir en un ambiente estéril. Si nos atreviéramos a encontrar el simbolismo que encierra ese elemento ante el que nos sentimos tan amenazados, podríamos empezar a entendernos mejor. Porque el cuerpo grita lo que nuestra conciencia se empeña en callar.

En la primavera, cuando mi madre se fue de este plano y es momento de festejar la fertilidad, era precisamente abrirme a la vida lo que me atemorizaba y ante lo que me defendía. ¿Y cómo no, si muy temprano me encontré frente a frente con la muerte? Reconocer el duelo, aceptarlo, darle permiso a la emoción de manifestarse y, finalmente, perdonar y soltar el dolor de la vivencia y quedarnos con el aprendizaje, es lo que al final ha de sanar al cuerpo. Esto es algo que creo hasta la médula, simple y sencillamente porque es algo que he vivido en carne propia y porque estoy segura de que no somos sólo cuerpo sino también mente y espíritu. Después de esos meses de introspección la rinitis alérgica desapareció y yo me sentí más libre que nunca. Y si bien es cierto que a veces llega marzo y me escurre un poco la nariz, intento no perder de vista que la vida es el camino para ir soltando esos amarres que nos anclan al pasado… y que en ese camino quiero seguir andando. Que está bien que en alguna ocasión vuelva a caer, porque el paso que viene traerá seguramente más fuerza, así que nunca quiero dejar de darlo.

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mama

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