DIARIO DE UNA CUARENTENA: ENSAYO SOBRE EL ENMUDECIMIENTO

¿Existe una palabra para nombrar la ausencia de sonrisa? Así como “ceguera” para la vista, “mutismo” para la voz o “sordera” en el caso de la escucha. 

Nos hemos surtido de perecederos a través de un mercadito que reúne productos locales para llevártelos a domicilio, pero ayer salí al supermercado para estar preparados rumbo al inicio de la fase tres en nuestro país. Mientras recorría los pasillos aún perfectamente surtidos del almacén, pensaba en cómo un acto tan simple como éste se ha convertido en una odisea donde imperan la estrategia y el recogimiento. 

Llegué justo cuando abrieron la puerta para librarme de las largas filas resultado de permitir la entrada a cierto número de personas para evitar aglomeraciones. Uno de los empleados me ofreció un carrito recién desinfectado y agradecí no tener que usar el diminuto gel antibacterial que nos ha servido para toda la contingencia porque no tenemos más. La pena de parecer exagerada con mi tapabocas me duró un instante porque al entrar me di cuenta que absolutamente todos lo traían. 

Me sentí ahogada durante los primeros minutos, no sé si por la falta de experiencia con la máscara de tela o por la insólita postal de seres humanos sin rostro navegando entre anaqueles sostenidos de un carrito de súper. Al poco rato mi respiración se acostumbró, como nos hemos acostumbrado poco a poco a las cifras, a las gráficas, a la crisis y a la incertidumbre. 

La perenne conciencia de no tocarme el rostro competía en mi mente con la toma de decisiones entre un artículo y otro para ajustarme a dos factores igulamente importantes: el presupuesto y el abasto en la alacena para el próximo mes, algo que nunca en mi vida había calculado. Los números revoloteaban en mi cabeza y yo brincaba de la confusión a la inmensa gratitud por el privilegio de comprar por adelantado. 

El poco espacio mental me alcanzó para imaginar el universo que cada cliente traería en su propia cabeza, absortos en su compra, casi todos solos y la mayoría adultos, ni un solo abuelo o niños corriendo entre la gente como cualquier viernes santo habitual. ¿Se habrán sentido igualmente observados que yo? Con los tapabocas encima, éramos todos ojos. Me di cuenta que cuando falta la mitad del semblante, en donde por cierto toma su sitio la sonrisa, la mirada se vuelve responsable de todos los gestos. La cuestión es que, quizá por la circunstancia, no queda ánimo para sonreírle con los ojos a un extraño en el supermercado. En su lugar, eso sí, le ayudamos a alguien a cargar algo pesado, cedemos el paso o cuidamos el carrito en la eterna fila para pagar a quien quiere ir por algo que olvidó. 

El protagonista invisible (pero muy sentido) en esta historia es el silencio. Las charlas casuales entre amigos, parejas o madres e hijos que se ponen de acuerdo en la compra abandonaron los corredores y los espacios de espera en las cajas registradoras en donde sólo quedan las intenciones de matar el tiempo con los celulares en la mano. Cuando llega mi turno me doy cuenta que entre el cajero y yo hay una ventana de acrílico con la leyenda de que permanezca detrás de ella en todo momento. Así lo hago mientras él me cobra y otro chico acomoda mis cosas en el carrito. 

Al fin salgo de esta especie de ensayo sobre el emudecimiento y un señor me ofrece ayuda para subir mi compra en el carro. Le agradezco y cruzo con él las únicas palabras de la mañana: “¿Cómo le ha ido oiga?” “Muy bien señora, no nos podemos quejar mientras haya trabajo”. “Me da gusto”. “Nomás a los mayores de sesenta sí los mandaron a sus casas, y a nosotros nos despidieron de otra empresa pero aquí sí nos aceptaron”. “Gracias por su ayuda, cuídese mucho”, le digo a modo de despedida mientras le doy las monedas que minutos antes me dieron de cambio.  

Entonces regreso a casa, registrando estas memorias con una mente más relajada porque seguramente haré uso de ellas cuando todo esto pase y volvamos a sonreírnos en el supermercado otra vez.   

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