Gentil conmigo

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Cursaba el cuarto grado de primaria cuando mi maestra, cuyo nombre la verdad no recuerdo pero rostro tengo tan grabado que sería capaz de reconocerla entre una multitud aún después de casi treinta años de distancia, me pidió que me quedara un poco después de la hora de la salida porque quería platicar conmigo. A mí me pareció raro pero me acerqué a su escritorio y cuando ya estábamos solas me preguntó con tono afligido si era cierto que mi mamá tenía cáncer. “Sí”. “Lo siento mucho Lupita (así me decían en la escuela), acabo de enterarme. ¿En dónde lo tiene?” ¿En dónde lo tiene? ¿Acaso el cáncer puede tenerse en muchas partes? ¿Por qué no sé dónde lo tiene mi mamá? ¿Por qué mi maestra tiene esa cara entre la conmiseración y la ternura, como si estuviera a punto de llorar?

Esa fue la primera vez (al menos entre las que recuerdo) en que el monstruo de la muerte de mi madre vino a tomarme por sorpresa. En mi maestra de cuarto vi la certeza de que su enfermedad era grave y que era muy probable que yo quedara huérfana pronto. En mi corazón de nueve años sentí la apuñalada del miedo al que conocí cara a cara y resguardé por muchos años en mi alma. A ese que me despertaba por las noches con la sensación de que yo era muy pequeña e indefensa como para poder luchar y me recordaba con cada visita de mi madre al hospital o cada inyección para el dolor en su recámara que el mundo es un lugar demasiado grande e incierto y que yo debía buscar mi propio rincón.

¿Quién no ha sentido miedo alguna vez? ¿Quién no ha querido convertirse en pájaro y salir volando al final del río que parece terminar en cascada? ¿A quién no se le han revuelto las tripas de desasosiego por la sensación de que la oscuridad del túnel no podrá jamás darle paso a la luz? Parece que llega despacito, que se cuela como si nadie estuviera al pendiente y de pronto lo sientes ya galopando por cada una de tus venas hasta que encuentras la manera de huir o, en el mejor de los casos, tomarlo de las manos y hacer las paces con él. El miedo. El huésped incómodo… y al mismo tiempo el gran maestro.

Ahí dormidito se quedó el miedo a la enfermedad de mi mamá, hasta que un día mi hija se enfermó por primera vez y volví a sentirme indefensa y vulnerable. Otra vez el mundo grandote y yo pequeñita. Porque los miedos no atendidos se enquistan, se arrinconan en el inconsciente para brotar a la menor provocación. Y en ese amor tremendo hacia mi niña y ese inocente afán de que no sufriera jamás me topé con la cruda realidad de que de nada valdría afanarme más, porque en mis manos no está el control de absolutamente nada y que por más temor que pudiera yo sentir al respecto, es precisamente el abrazo de esa incapacidad de colocar todo en orden lo que me salva de mis terrores más profundos.

El miedo es esa idea de que algo se nos escapa de las manos, de que ese tesoro que por tanto tiempo hemos defendido con uñas y dientes se nos esfuma: nuestra seguridad, nuestra valía, nuestra independencia (o quizá nuestra dependencia), nuestro orgullo, nuestra paz… nuestra vida. Y es esa aprensión la que nos susurra al oído que más vale que pongamos manos a la obra y nos encarguemos nosotros mismos de la situación, porque nadie mejor que nosotros para arreglarlo todo. Sin embargo, muy pronto caemos en la cuenta de que no contamos con ese poder de controlarlo todo y eso nos genera aún más miedo.

¿Y si le soltáramos la responsabilidad a alguien más? A Dios, a la vida, al destino… a quien sea mientras no seamos nosotros mismos, porque la carga se hace pesada cuando tenemos que hacernos cargo de todo. ¿Y si nos rendimos ante lo que tenga que pasar y aceptamos que por más empeño que pongamos, jamás podremos tener la posibilidad de inspeccionarlo todo antes de dar un paso? ¿Viviríamos con el mismo recelo?

Desde que me convertí en madre y mi hija empezó a mostrar sus emociones, igual que un espejito empecé a verme reflejada en ella. Jamás se me va a olvidar un día que estábamos en un rancho de unos amigos y apareció de pronto una abeja revoloteando alrededor de ella. Emma empezó a gritar como desesperada y a ponerse muy pero muy ansiosa. En ese momento me enteré que la niña le tenía miedo a las abejas, y quizá ella también lo hizo hasta ese día. Yo en ese entonces les tenía pánico también, pero tuve que hacerme de la vista gorda para calmarla a ella. “Te entiendo hija, las abejas son terroríficas, deja me pongo a gritar yo contigo también porque la verdad es que el miedo me está paralizando”, se me antojaba decirle. Pero justo cuando quise petrificarme frente al insectito, David me recordó que tenía que dejar eso atrás para poder ayudar a Emma. Juntos la abrazamos y la tranquilizamos explicándole que no pasaba absolutamente nada y mientras él se lo decía a ella, yo iba intentando autoconvencerme también. David empezó a jugar y a ponerse como estatua para despistar a la abeja, hasta que Emma soltó en carcajadas… y ese día mi fobia a las abejas se esfumó junto con la de ella, quizá porque la experiencia fue lo suficientemente fuerte como para imprimirse en mi memoria y recordarle a mi inconsciente que ese pendiente ya lo tenemos palomeado.

Así, uno a uno, mi hija empezó a mostrarme los temores que le fueron surgiendo en su desarrollo y en cada uno me caía aún más el veinte de que el miedo no tiene más fuerza que aquella con la que nosotros mismos decidamos alimentarlo. En cada abrazo que le he dado para reconfortarla y para hacerle saber que todo está bien, que ella puede vencerlo, me he abrazado a mí también y me he dado cuenta que muchas de sus desconfianzas son las mías y que lo único que me falta para superar una por una es esa experiencia lo suficientemente intensa y convincente como para que reemplace a la que originó el miedo y se me quedó impresa en el pasado. Porque ¿qué diferencia tiene el miedo a una abeja que el miedo a un cáncer? Es miedo a final de cuentas.

Hagamos una lista de todos nuestros temores. Entre los míos están el miedo a las alturas, a la enfermedad, a las arañas, a los desastres naturales, a manejar sola en carretera y a viajar en crucero. Gracias a ellos no me animo a saltar de un paracaídas, irme a vivir al campo, visitar más seguido a mis hermanos que viven a un par de horas de distancia o vivir unas vacaciones familiares inolvidables. Ninguno de estos miedos me impide seguir con mi vida normal, pero sí me esclavizan, porque con miedo no hay libertad. Y ahora que los identifico y reconozco, me doy cuenta que todos ellos tienen la misma raíz: el miedo a la muerte, y me doy cuenta que mi temprano enfrentamiento con ella fue esa experiencia fuerte que me dejó marcada.

Una vez me dijo un maestro que el miedo nos sirve para darnos cuenta de aquello que valoramos más en la vida y nos invita a hacer algo para protegerlo. Si tenemos miedo de que alguien nos robe el carro es porque valoramos esa capacidad de movernos con facilidad para todas partes, entonces le compramos un seguro contra robos a eso que queremos proteger. Este es un ejemplo sencillo, pero repito, el miedo siempre es miedo y siempre nos esclavizará de algún modo. Con mis miedos me doy cuenta de que lo que más valoro en este mundo es la vida… y entiendo que no puedo hacer nada para asegurármela, pero sí que puedo hacer todo para vivirla. Tengo otros miedos que he ido conquistando en el camino, y creo que de eso se trata la vida: de ser gentiles con nosotros mismos y de reconocer qué es lo que venimos arrastrando para que no se vuelva más fuerte que nosotros.

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