Blanco y negro

No estoy muy segura por qué, pero cuando me veo a mí misma tiendo al radicalismo y a la hora de ver el mundo me parece más sencillo ver los matices. Aunque claro, esto es así ahora que soy "grande". Todavía me acuerdo, con un poco de pena he de admitir, de mi visión blanco y negro de la adolescencia. Eres religioso o eres ateo. Simpatizas con la izquierda o con la derecha. Te gusta el verano o te gusta el invierno. Eres físico-matemático o eres humanista. Ahora que soy mamá, mi hija me recuerda esa tierna etapa del ser humano, más acentuada todavía en la infancia. Mi amiga no me saluda y el mundo ya se acabó. Mamá, tu siem-pre me dices eso. Papá, tú nun-ca me dejas hacer lo otro. Ah, el candor de un niño de cuatro años. Ahora que somos "grandes" la inocencia puede devolvernos de vez en cuando los anteojos bicolores con los que la realidad nomás tiene de a dos sopas. O blanco o negro… los grises pasan a las filas de los artículos de rarísimo (o nulo) uso. A mi me pasa, como digo, a la hora de juzgarme. Me atasco con un pastel una tarde y ya soy una glotona sin fuerza de voluntad. Me agarra la nostalgia unas horas y ya soy una depresiva. No lavo los trastes un día y ya estoy "cultivando el cigoto" (expresión elegante de mi papá para el verbo "huevonear"). Me califico con dureza y con el resto del mundo soy indulgente: para los demás sí me pongo las gafas a colores, las que debería usar más seguido para verme en el espejo. En fin, si al mundo he podido descubrirle poco a poco los amarillos, morados y naranjas, seguramente lo conseguiré conmigo también. Quizá cuando sea más grande todavía.

La empatía siempre ayuda en esto de ir descubriendo los matices del universo que nos rodea. Ubicarse un momento en los zapatos del otro (no sólo para ver el mundo, sino para sentirlo como él o ella) de una forma honesta nos brinda un poco de luz para ir derritiendo el blanco y el negro. Ayer en la mañana cuando llevé a Emma al kinder, me encontré con una amiga vestida de negro. La abracé porque sabía que su mamá estaba muy enferma, y en ese momento me dijo que había fallecido. El abrazo entonces fue otro muy distinto. No tuve que esforzarme para ser empática con ella porque yo también perdí a mi mamá hace unos años, así que en ese abrazo me abracé yo también, nos abrazamos las dos y abrazamos a todas las mujeres que han perdido a una madre en la infancia, en la adolescencia o en la madurez, que en cualquier momento el dolor es el mismo. Con ese abrazo quise consolarla y me consolé yo también; con ese abrazo nos hermanamos como sin duda nos hermanamos todos los días con alguno o algunos de los que encontramos en el camino. Como nos hermanamos con la aflicción de la muerte, con el júbilo de un partido de futbol, con la indignación ante la pobreza, con el gozo de un cumpleaños más.

A veces el mundo que ve el otro es evidente para mí, pero si lo pensamos un poco más, aunque no parezca tan obvio, vale la pena reconocer que siempre hemos estado ahí, bajo el cielo de quien estamos juzgando sin chanza a las medias tintas. Y en esos zapatos, nos hubiera gustado que alguien nos recordara que no hay absolutos, que no hay solamente blancos y negros, sino una gama interminable de grises, y de rojos, y de verdes, y de azules. Donde hay empatía hay perdón, y después de todo, el perdón es el puente para el amor, me dijo un día mi maestrazo Rodolfo Guevara. Volvamos entonces a la indulgencia, a los términos medios, a los más o menos, a los depende, a la condescendencia, a los relativos, a la tolerancia, que un poquito no hace mal. A mí me toca volver a ellos cuando me quiera calificar otra vez.